mié. Dic 6th, 2023


©️ ®️ José Alberto Rodríguez Ramírez
Mi abuela decía que era culpa del cura que me había bautizado, que al ponerme el óleo del Crisma me había puesto, por error, el de la Extremaunción, el de los moribundos, por eso yo podía ver la muerte.
Ella se dio cuenta cuando de niño le dije que ya se iba mi abuelo, que una mujer se lo estaba llevando; lo primero que hizo fue callarme, que no dijera tonterías, pero cuando le avisaron que un carro lo había atropellado y se había muerto volteó a verme con cara entre triste y de miedo y salió a la carrera de la casa, llorando, a ver a su marido antes que se lo llevaran.
Cuando le dije que atrás de la comadre con que había estado platicando esa tarde estaba la señora que se había llevado a mi abuelo, salió apresurada a buscarla a su casa, pero solo fue para amortajarla entre el llanto de las hijas, que no hallaban que hacer por lo repentino de su muerte, seguramente un infarto fulminante.
Días después estuvo platicando conmigo. Me dijo que a nadie le dijera cuando viera aquella mujer, solo a ella, pero cuando la viera que venía por ella misma, no le dijera nada.
Así corrió mi niñez: entre la muerte y los muertos. Tanto así que me acostumbré. Cuando veía la muerte, le contaba a mi abuela y juntos rezábamos:
“Señor San José, Patrono de los moribundos, a ti que en tu momento de tránsito tuviste solícitos a Jesús y María, te encomiendo el alma de [Fulan@], ahora que se acerca al final de su vida terrena, para que por tu protección sea libre de las acechanzas del diablo y de la muerte perpetua, y merezca ir a los gozos eternos.”
Un día la vi junto a mi abuela, no dije nada. Esa noche recé yo solo, como lo he hecho a partir de entonces.
Ahora, después de tantos años, no sé qué hacer: al rasurarme la vi en el espejo. Hoy en la noche rezaré por mí.

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