vie. Mar 14th, 2025

*“La Escuelita”, donde se instruían artes bélicas y desmembrar cuerpos

*Campo de entrenamiento del CJNG, donde hombres y mujeres fueron convertidos en máquinas de matar… o en cenizas

Marcos H. Valerio

(fotos Sedena)

El aire seco del rancho Izaguirre huele a leña quemada, pero también a muerte. A una hora de la capital jalisciense, en la comunidad de La Estanzuela, se alza este terreno de 9 mil 906 metros cuadrados, un lugar que desde afuera podría pasar por un rancho cualquiera. Pero tras sus portones oxidados y sus bardas agujereadas por balas, se escondía un infierno: “La Escuelita”, el campo de entrenamiento del Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG), donde hombres y mujeres fueron convertidos en máquinas de matar… o en cenizas.

“Me trajeron con engaños. Me ofrecieron trabajo como guardia de seguridad en Guadalajara. Nunca imaginé que acabaría aquí”, relata con voz temblorosa Juan nombre ficticio, un sobreviviente de 28 años que llegó desde Guanajuato. Sus ojos se nublan al recordar el primer día. “Apenas crucé el portón, me gritaron: 

‘¡Encuérate!’. Me quitaron todo, hasta el bóxer. Me hicieron brincar para ver si traía un chip escondido. Luego, un tipo con acento extraño me miró fijo y dijo: ‘Desde este momento trabajas para nosotros. ¿Algún problema?’. No había opción. Decir que no era firmar tu sentencia de muerte”.

Dentro del rancho, todo estaba fríamente organizado. Una zona administrativa con cuadernos donde anotaban nombres, apodos y tareas; un gimnasio improvisado con barras y mancuernas de concreto; un dormitorio donde decenas dormían hacinados en posición fetal sobre el suelo; una cocina minúscula con latas de comida y sopas instantáneas.

Al fondo, la carnicería, un rincón macabro donde los restos humanos eran trozados como carne de mercado. Pero lo peor estaba en el aire: el hedor de la carne humana quemada en un crematorio clandestino, alimentado con leña que apilaban bajo una lona.

Los instructores eran kaibiles guatemaltecos y exmilitares colombianos, rostros curtidos que no titubeaban al dar órdenes. “Nos adiestraban como si fuéramos soldados. 

Combate cuerpo a cuerpo, manejo de AK-47, fabricación de explosivos… pero también nos enseñaban a desmembrar cuerpos. No había técnica, solo te decían: ‘Hazlo como puedas’. Yo lo hice para sobrevivir”, confiesa Juan, apretando los puños hasta que las venas se le marcan. “No hay día que no vea esas imágenes en mi cabeza. No hay noche que duerma tranquilo”.

El rancho era un laberinto de terror. En la pista de obstáculos, llantas enterradas, alambres de púas, pasamanos, los reclutas aprendían a gatear bajo el fango, a emboscar, a encontrar salidas. 

“Te gritaban: ‘¡Muévete o te mato!’”, recuerda otro sobreviviente, Miguel, de 24 años. “Las primeras veces usábamos pistolas de gotcha, como juego. Luego te daban un arma real y practicabas con señalamientos viales agujereados a balazos. Si fallabas, te golpeaban con tablas hasta que aprendieras”.

El control era absoluto. Un altar a la Santa Muerte, rodeado de veladoras a medio derretir, presidía el dormitorio. “Nos obligaban a rezarle. Si no lo hacías, te marcaban como débil”, dice Miguel. Pero el verdadero castigo llegaba si alguien se atrevía a cuestionar. 

“Mataban a los que pedían irse. Los ponían frente a todos y les daban un tiro en la cabeza. A los que intentaban escapar brincando la barda, los dejaban correr… y luego les disparaban por la espalda. Todavía veo los agujeros de bala en las paredes”.

La cocina, un cuartucho de 20 metros cuadrados, era el único respiro. Había café soluble, arroz, frijoles, comida enlatada. Pero incluso ahí el horror se colaba. “La leña que usábamos para cocinar también servía para quemar cuerpos. A veces el humo traía ese olor que no se te quita nunca”, dice Juan, con la mirada perdida.

Cabe recordar que, el sábado 8 de marzo, los Guerreros Buscadores irrumpieron en el rancho guiados por rumores anónimos. Lo que encontraron heló la sangre: montañas de ropa y zapatos, maletas abandonadas, listas de nombres garabateadas en cuadernos, fragmentos de hueso entre las cenizas del crematorio. El lugar había sido “intervenido” en septiembre de 2024 por la Guardia Nacional y la Fiscalía de Jalisco, pero el fiscal Salvador González de los Santos admitió con resignación: “Los trabajos fueron insuficientes”. Seis meses después, el horror seguía intacto.

“No sé cuántos murieron ahí. Perdí la cuenta. Solo sé que estoy vivo porque nunca dije que no y porque le pedí a Dios que me sacara”, dice Juan, con un nudo en la garganta. “Hice cosas horribles para ganar tiempo, para que no me tocaran a mí. Pero cada día era una eternidad”.

Hoy, mientras la Fiscalía procesa los restos y las familias buscan entre las prendas algún rastro de sus desaparecidos, el rancho Izaguirre permanece como un eco del terror. La Escuelita no era una escuela. Era una fábrica de muerte, un lugar donde el CJNG forjaba a sus sicarios a sangre y fuego, y donde los sueños de muchos se convirtieron en cenizas bajo la mirada impasible de la Santa Muerte.

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