Por Salvador Hernández LANDEROS
En días pasados, en un establecimiento instalado en una zona ubicada al sur poniente del área metropolitana, ocurrió el caso que les vamos a relatar.
Una mañana, como lo hacen habitualmente, se reunieron un grupo de damas. Todas ellas ya pasadas de los 50 años y festejaban un cumpleaños.
Así lo cuentan ellas. “almorzamos, compartimos pastel e intercambiamos regalos y en el jijiji y el jajaja, varias de ellas nos levantamos de la mesa”.
Como sucede entre mujeres, nunca van solas al sanitario, generalmente van en pareja o en bola, cuatro de ellas se encaminaron hacia el “sólo para mujeres”.
Caminaron, pero en el trayecto se les adelantó otra persona. Alta, de piel blanca, cabello medio largo y suelo, color rubio y ataviada con un vestido plegado.
La persona no pasó inadvertida para las señoras, quienes entre sí cuchichearon que se había excedido en el perfume cuyo aroma se percibía a varios metros.
Cuando entraron se sorprendieron. La persona estaba parada frente al “toilette” o “taza”, con el vestido subido a la cintura y la interior a la rodilla, orinaba.
Las damas reclamaron y exigieron que saliera. La persona dio media vuelta y de frente les dijo. “Yo también soy mujer, diferente a ustedes, pero soy mujer”.
Alteradas, exigieron la presencia de empleados quienes llamaron al personal de seguridad para sacar del baño a esa mujer, no muy mujer físicamente.
La persona se alteró y amagó a los guardias. “Ustedes que me tocan y echan fuera, le hablo a mi comunidad y Derechos Humanos para ver cómo nos va”.
Indignadas las damas se retiraron con la amenaza de no volver al restaurante. La otra persona se fue sin pagar y “los platos rotos” los pagaron lo empleados.