Cuento
© ® José Alberto Rodríguez Ramírez
Al principio los muertos me daban miedo, luego me fui acostumbrando a ellos, resultaron ser amigos fieles: sabían guardar secretos. Solía platicar con ellos, sobre todo cuando me tocaba el turno de noche. La noche se hace eterna cuando estás solo y despierto, pero en una morgue no está solo, lo único es que no te contestan cuando les hablas, pero con el tiempo les vas agarrando confianza.
Cuando empecé a trabajar aquí, mis compañeros me jugaban bromas, “el bautizo” le decían. Como el primer día, cuando me dijeron: “Ven a alegrar tu vista y a darte inspiración para cuando estés solo”. Sobre una de las ‘planchas’ levantaron la sábana que cubría un cuerpo y vi una mujer bellísima, que parecía dormida, totalmente desnuda, al ver mi cara de admiración, uno de ellos sacó una navaja y se la hundió en el vientre: salió un olor fetidísimo, casi me desmayo, y ellos, como si no olieran, se atacaron de la risa. “¡Pa’ que se te quite lo cachondo!”.
Conforme pasó el tiempo fui yo el que hacía las bromas a los nuevos o a los estudiantes que llegaban a hacer sus prácticas. Hubo un día que llegó un decapitado, le acomodé la cabeza junto al cuerpo y cuando llegó el nuevo estudiante le dije: “¡Mira!” y con una mano tomé de los cabellos la cabeza y la levante, pero al hacerlo rápido, se movió la quijada y salió un sonido grave de la garganta, como si hubiera hablado, hasta yo me asusté, la solté y salí corriendo junto con el muchacho. Al llegar por la mañana el médico encargado nos halló sentados afuera, riéndose nos explicó que el movimiento debió hace pasar aire por las cuerdas vocales, y como la quijada ya estaba suelta, eso debió provocar el ruido.
Uno se va haciendo a la idea de que esa va a ser su vida, vivir entre la muerte. En el barrio me apodaban “El Muertero”. Al principio me molestaba y me enojaba, luego lo acepté, y hasta me ponía contarles cómo al inicio se ponen duros los cadáveres, como piedras, pero luego les puedes gira el pie los 180 grados como si nada, cuando las articulaciones se van deshaciendo; me gustaba ver sus caras entre miedo y morbo.
Todavía hoy les juego bromas a los empleados de la morgue. Me gusta moverles los cadáveres y que en la mañana encuentren una pareja que durmió junta, o alguien sentado en la silla del escritorio con un cigarro entre los labios. Cerca del Halloween le abro los ojos, les pongo un bisturí o una navaja en la mano y los acomodo junto a la puerta para que cuando la abran les caiga encima. Más de uno no volvió a trabajar. Pero más me gusta, de vez en cuando, ir a la gaveta donde está mi cuerpo, y verme ahí, como si estuviera dormido, como si todavía estuviera vivo, y acordarme de mis antiguos compañeros y las bromas que les hacía a me hacían, y cómo platicaba con los muertos cuando la noche se hacía eterna.