Por Gerardo Guerrero
Imaginemos, por un momento, un vasto y antiguo castillo en lo alto de una colina. Este castillo ha estado allí durante generaciones, con cimientos profundos y murallas que, aunque han sido reforzadas y restauradas a lo largo de los siglos, muestran señales de desgaste. Sus torres, una vez imponentes, ahora tienen grietas visibles, y las puertas que antes se abrían para todos, ahora están custodiadas por unos pocos. Este castillo representa el sistema judicial en México, un pilar de la nación que ha sostenido la justicia y el orden, pero que ahora se encuentra en una encrucijada.
Dentro del castillo, los guardianes de la justicia, los jueces, se pasean por los pasillos con el peso de siglos de tradición y poder sobre sus hombros. Sin embargo, en las sombras de esos muros, comienzan a susurrarse cambios que podrían alterar para siempre el destino de este lugar. La reforma judicial está a punto de transformar ese castillo en algo diferente, algo que algunos ven con esperanza y otros con temor. ¿Será renovado para reflejar la justicia imparcial que todos anhelan, o caerá presa de intereses que buscan manipular sus puertas y ventanas, decidiendo quién entra y quién no?
Alrededor del castillo se erigen altos muros de laberinto, representando la complejidad del sistema judicial. Estos muros son interminables pasillos de burocracia, procesos legales y decisiones que parecen hechas más para confundir que para esclarecer. Para los ciudadanos comunes, encontrar la salida en este laberinto ha sido siempre una tarea ardua. Cada vez que creen que están a punto de alcanzar la justicia, se encuentran con otro giro, otro callejón sin salida. El laberinto judicial mexicano, con sus vericuetos y trampas, ha sido durante mucho tiempo criticado por su ineficacia, su lentitud y, en muchos casos, por su corrupción.
Ahora, en el horizonte, surge una nueva propuesta: derribar algunas de esas murallas y permitir que el pueblo, el gran arquitecto de esta nueva visión, elija quién debe habitar y gobernar el castillo. La idea suena tentadora: que todos los jueces sean elegidos por el pueblo, que el castillo deje de estar en manos de una élite y pase a ser gobernado por aquellos que mejor reflejen las aspiraciones del pueblo. Pero, como en todo laberinto, hay trampas ocultas.
Imaginemos que, tras años de espera, el rey del castillo, la Suprema Corte, ya no sea elegido por la sabiduría y el mérito, sino por la popularidad y el apoyo partidario. Como si un mercader astuto, hábil en las palabras, pudiera tomar las llaves del castillo no por su capacidad de resolver disputas, sino por su carisma en la plaza pública. Si bien la democracia es un principio fundamental, ¿puede aplicarse de la misma manera en la selección de aquellos que deben ser imparciales, que no deben actuar bajo presiones políticas, sino bajo el peso de la ley y la justicia?
La reforma judicial en México plantea justamente esta pregunta. ¿Qué sucede cuando la justicia se vuelve un trofeo que los partidos políticos desean ganar? Si el juez es elegido por su afiliación, por su cercanía a un grupo o por su capacidad de mover multitudes, ¿qué sucede con la imparcialidad, con la justicia ciega? En este nuevo castillo, los reguladores, aquellos que vigilaban los excesos del poder y aseguraban que el castillo no se inclinara hacia un solo lado, podrían ser abolidos o absorbidos por las mismas fuerzas que buscan controlar el juego.
En el castillo, la figura del competidor estatal se mueve con sigilo. Este competidor, que comparte los mismos pasillos que aquellos que deberían regularlo, tiene ahora acceso privilegiado a los secretos de las cámaras internas del poder. Imagina a un mercader que no solo juega con ventaja, sino que controla las reglas del mercado. Los abogados, que representan a otros mercaderes que buscan justicia, pueden tener argumentos sólidos, pero sus casos serán juzgados por aquellos que, en muchos casos, tienen una mano en los negocios del castillo.
El pueblo, que contempla desde fuera, se encuentra dividido. Algunos creen que este castillo necesita una transformación radical, que los jueces elegidos por el pueblo traerán una nueva era de justicia verdadera, accesible y justa. Otros, en cambio, temen que las puertas del castillo caigan en manos equivocadas, en manos de quienes podrían manipular la justicia para sus propios fines. Pero más allá de ser un participante activo, el pueblo ni siquiera es un observador pasivo que se mantiene tras la barrera viendo los toros; es un espectador que lamentablemente prefiere estar más al pendiente de un reality show que del futuro de la nación.
Y mientras tanto, el rey del castillo, la Suprema Corte, observa cómo las reformas avanzan, consciente de que pronto las llaves podrían ser arrebatadas de sus manos. Los esfuerzos de la Suprema Corte por mantener las garantías actuales parecen estériles, no germinan, preocupados porque saben que se pone en riesgo el acceso a la justicia de todas y todos. Los reguladores autónomos, aquellos que han sido el contrapeso necesario en el gobierno, están en peligro de desaparecer, dejando el camino libre para quienes buscan consolidar su poder sin oposición.
En medio de este laberinto, surge una cascada que fluye suavemente a través del castillo, simbolizando el deseo de muchos de ver una justicia renovada, pura y transparente. Sin embargo, como en toda cascada, hay piedras ocultas bajo su superficie, peligros que acechan a quienes no navegan sus aguas con cuidado.
La reforma judicial en México promete cambiar el curso de esta corriente, pero el final de esta historia sigue siendo incierto. El laberinto sigue en pie, con sus trampas y callejones sin salida. ¿Encontrará el país la salida justa, o seguirá vagando en los pasillos de la incertidumbre, esperando que el castillo finalmente revele su verdadero destino? Las respuestas aún no están claras, y el pueblo sigue esperando, mirando desde afuera, mientras el futuro de la justicia se decide detrás de las murallas.
Tal vez, como en todo laberinto, el tiempo será el único juez verdadero.
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