sáb. Dic 14th, 2024

Por Gerardo Guerrero

En México, la guerra contra el crimen organizado ha dejado de ser una campaña para convertirse en una contienda de pérdidas inevitables. Lo que se presenta como una “guerra” ha desvelado su cruda realidad: un conflicto en el que los cárteles no solamente han conquistado el terreno, sino que han desbordado a los gobiernos que, en un acto de desesperación, han lanzado ofensivas desorganizadas y carentes de estrategia. La lucha contra la delincuencia organizada se ha transformado en una batalla estancada, marcada por la incapacidad de desmantelar un sistema profundamente arraigado en nuestras instituciones. Como lo expresó Ismael Zambada, “El narco está en la sociedad, arraigado como la corrupción” (revista Proceso 2010).

El crimen organizado no es simplemente un problema; es un fenómeno invasivo que ha tomado raíces en el tejido mismo de la nación. A lo largo de las décadas, este monstruo ha evolucionado de un problema aislado a una amenaza que devora todas las esferas de la vida en México. El narcotráfico se ha convertido en una estructura económica y social que corrompe la justicia, la política y la economía. Las cifras de muertes y desapariciones, como un eco aterrador, se repiten constantemente, mientras la población se adapta a vivir bajo la sombra del miedo. En este contexto, la vida y la muerte se transaccionan como mercancías en un macabro juego.

La corrupción, ese viejo adversario, ha hecho su hogar en las oficinas del poder. Funcionarios, policías y militares han cruzado la línea, ya sea por coacción o por codicia. La justicia, lejos de ser un bastión de equidad, se ha convertido en un instrumento al servicio del narcotráfico, dejando a los ciudadanos a merced de un sistema que ignora sus necesidades. La vida de un inocente parece insignificante frente a los sobornos que llenan los bolsillos de los corruptos. En palabras de Jesús “El Rey” Zambada “Entregué millones de dólares en sobornos a funcionarios de alto nivel” (entrevista con Pepe Garza 2023)

Las estrategias gubernamentales para combatir esta amenaza han sido una serie de maniobras descoordinadas. Desde la militarización del conflicto hasta las políticas de desarrollo social, dan resultados que han sido desalentadores. La táctica del “plomo o plata” ha demostrado ser un arma de doble filo, donde el soborno y el silencio se han vuelto las armas preferidas. La incapacidad del Estado para garantizar la seguridad ha sembrado un creciente escepticismo, con la confianza en las instituciones desmoronada más allá de los cuerpos que yacen en las calles.

La guerra contra los cárteles ha desangrado al país con un derroche de recursos. Miles de millones de pesos se han invertido en un combate que ha dejado más interrogantes que respuestas. Los grupos criminales, lejos de ser debilitados, han evolucionado, diversificado y prosperado, mientras la violencia se convierte en un terreno fértil para la criminalidad. Como lo expresó Dámaso López Serrano, “El Mini Lic”, “Dentro del Cártel no hay amigos verdaderos, solo intereses, y las traiciones son una constante” (entrevista con Anabel Hernández 2018).

En medio de esta oscuridad, emergen las voces de resistencia. Las madres buscadoras, verdaderas guerreras en este conflicto, desafían al sistema en su búsqueda de justicia. Armadas con amor y determinación, recorren el país enfrentándose tanto al crimen organizado como a un Estado que muchas veces parece indiferente. Su lucha es un grito desgarrador en un contexto donde la vida humana ha sido reducida a una cifra en una estadística. Su valentía desafía la narrativa del narco que ha sometido a la sociedad a un ciclo interminable de violencia.

El narcotráfico no solo prospera a través de la violencia, sino también mediante la corrupción, como lo llegó a citar Jesús “El Rey” Zambada “En México, sin el apoyo de las autoridades, es imposible trabajar en el narcotráfico” (entrevista con Pepe Garza 2023). La relación entre políticos y criminales es más estrecha que la alianza de un vínculo adictiva. Desde los que aceptan sobornos hasta aquellos que optan por la indiferencia, la corrupción es el terreno en el que el narcotráfico florece.

La pobreza y la desesperación crean un caldo de cultivo ideal, y muchos jóvenes ven en el crimen organizado no solo una salida, sino la única vía hacia un futuro. Tal y como lo mencionó Joaquín Guzmán, “Es una realidad que las drogas destruyen. Desgraciadamente, donde yo me crié no había otra manera de vivir y sobrevivir” (entrevista con Sean Penn 2015).

La necesidad de una transformación radical es innegable. La guerra no puede limitarse a una ofensiva militar; debe evolucionar hacia una estrategia integral que desmantela las estructuras subyacentes que alimentan al crimen organizado. No se trata solo de enfrentar al narcotráfico con armas, sino de atacar su base de operaciones: la corrupción, la pobreza y la falta de oportunidades. Mientras el Estado siga siendo cómplice de la delincuencia organizada, la guerra no solo estará perdida, sino que se perpetuará en un ciclo interminable de sufrimiento.

En el campo de batalla, la guerra contra el crimen organizado en México no es simplemente una campaña fallida; es una manifestación de un sistema que ha fracasado estrepitosamente. La delincuencia organizada y la corrupción son dos caras de la misma moneda que necesitamos desmantelar con urgencia. Es hora de demandar un cambio radical que coloque la dignidad humana en el corazón de nuestra estrategia nacional. La guerra no debe ser únicamente contra el narcotráfico, sino también contra la corrupción, la desigualdad y el olvido. Esta es una lucha colectiva, donde cada voz cuenta en nuestra misión por restaurar un futuro en el que la vida y la dignidad se valoren en términos de principios fundamentales y no de dinero.

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