Por: Gerardo Guerrero
En una época donde las celebraciones han sido absorbidas por la lógica del consumo, donde el amor se reduce a un ramo de flores de supermercado y una postal prefabricada, se impone la urgencia de reconfigurar el Día de las Madres, no como una efeméride emocionalmente automatizada, sino como un acto de conciencia histórica, existencial y afectiva. No como una fecha conmemorativa que responde al algoritmo sentimental de la cultura de masas, sino como un acontecimiento ontológico, un espacio liminar donde se pueda pensar —y sentir— la maternidad más allá de la biología, del deber impuesto o de la idealización romántica.
El día de las madres, desde esta mirada, no es un simple recordatorio emocional, sino una grieta en el calendario desde la cual repensar los vínculos, las genealogías afectivas y las estructuras simbólicas que nos han formado. Hegel nos recuerda que el reconocimiento es el motor de toda relación significativa. Así, celebrar a la madre es reconocerla no como un arquetipo abstracto, sino como sujeto dialéctico, como conciencia que ha sostenido, renunciado, resistido y, a veces, desaparecido en la maquinaria silenciosa de la normalidad. Reconocerla es devolverle visibilidad a su deseo, a su contradicción, a su potencia no representada.
Pero, ¿qué maternidad celebramos cuando celebramos? ¿La domesticada por siglos de patriarcado simbólico? ¿La sacrificada, la abnegada, la que renuncia, la que se borra? Nietzsche hablaría aquí del resentimiento que nace de lo no expresado, de lo que se ha reprimido por la moral del deber. Tal vez, entonces, esta fecha no debería rendir culto a una imagen idealizada, sino abrir espacio para una maternidad afirmativa, donde desear no esté prohibido, donde la madre no sea mártir, sino mujer en expansión.
Viktor Frankl, desde su mirada logoterapéutica, insistiría en que incluso en las condiciones más adversas —como lo son muchas maternidades invisibles, marginales o interrumpidas—, puede hallarse un sentido. Celebrar a la madre no debería ser un acto de indulgencia simbólica, sino un ejercicio de búsqueda de significado. Porque muchas veces, el gesto más maternal no viene de quien dio a luz, sino de quien eligió sostener, criar, acompañar. Entonces, lo que se honra no es una función biológica, sino una ética del cuidado.
En esta clave, la maternidad también puede ser leída desde la modernidad líquida de Bauman, donde los vínculos se deshacen, las presencias se diluyen y la figura materna corre el riesgo de ser reemplazada por la promesa frágil de la autoformación. En un mundo que promueve la autonomía como valor supremo, ¿qué lugar tiene el otro que cuida? ¿La figura que acoge, que contiene, que permanece? Celebrar el Día de las Madres es resistir a la fugacidad, es anclar un lazo en medio de la dispersión.
Foucault, por su parte, observaría la maternidad como una tecnología de poder. El cuerpo materno ha sido regulado, medicalizado, estetizado, vuelto territorio político. Despatriarcalizar el Día de las Madres implica desarticular esa narrativa de control, de idealización impuesta, y devolverle a la madre su derecho a ser sujeto histórico, no sólo cuerpo portador. Es hacer visible su deseo, incluso cuando éste incomode a las estructuras normativas.
Kierkegaard vería en la madre la figura de la angustia ante la responsabilidad radical: la de traer otro ser al mundo, sin garantías, sin certezas, con el vértigo de amar a alguien que es y no es parte de uno mismo. Y en ese vértigo, hay un salto de fe cotidiano: alimentar, acompañar, educar, soltar. No hay certeza en la maternidad. Sólo compromiso y riesgo. Celebrarla, entonces, es honrar también el miedo, la duda, la vulnerabilidad que se esconde detrás de la sonrisa materna.
Camus nos invitaría a pensar la maternidad como un acto absurdo y hermoso a la vez: traer vida a un mundo sin sentido, y aun así protegerla con ternura infinita. En la madre que se levanta cada día, que sostiene en medio del sinsentido, se revela una forma de rebelión silenciosa contra la desesperanza. En ella, el amor se vuelve acto de resistencia.
Spinoza diría que toda madre es expresión de la potencia de existir. Su deseo de sostener la vida no es moral, es ontológico. No se trata de una obligación social, sino de una expansión del ser que se manifiesta en forma de cuidado, de conexión, de afecto. La madre como conatus: impulso vital que afirma su ser al proteger otro ser.
En la lectura de Platón, podríamos reinterpretar la maternidad como el puente entre lo sensible y lo esencial. En el gesto de amamantar, de consolar, de guiar, se da una pedagogía del alma: se enseña a sentir, a nombrar, a estar en el mundo. La buena madre no impone, sino que revela. No absorbe, sino que libera.
Sartre diría que ninguna madre está condenada a serlo de una forma única. La maternidad es una elección radical que se reinventa día a día. No hay esencia de madre, hay existencia que se va forjando en el acto. Por eso, la madre no se define por su rol, sino por su elección cotidiana de ser para otro sin perderse en ese otro. Una madre libre es también una madre que enseña a elegir.
Desde Freud, podríamos hablar del deseo materno como una fuerza estructurante, pero también ambivalente. Y con Lacan, podríamos ir aún más lejos: la madre no es sólo quien nutre, sino quien introduce la falta, quien permite que el sujeto se separe, que desee. Sin ese corte simbólico, no hay individuación. Celebrar a la madre es también agradecer la herida que permitió el nacimiento del yo.
Boaventura de Sousa Santos y Walter Mignolo nos alertan sobre las epistemologías del Norte que han configurado la figura de la madre desde parámetros coloniales: sumisa, blanca, heteronormada, silenciosa. Reconfigurar el Día de las Madres es también descolonizar el afecto. Es reconocer a las madres racializadas, migrantes, disidentes, ancestrales, comunitarias; aquellas que maternan desde otros lenguajes, desde otras lógicas, desde otras resistencias. No toda maternidad es blanca, monógama ni occidental.
En este paisaje, Walt Whitman elevaría un canto a la madre como tierra fértil del alma humana, como extensión de la naturaleza que no impone, sino que envuelve. La maternidad, para él, no sería domesticación sino comunión: un acto radical de pertenencia al mundo, donde el cuerpo materno es hoja, raíz, semilla, cosmos. Su lirismo vitalista nos recuerda que toda madre, en su tacto, en su canto, en su abrazo, contiene el universo entero.
Charles Bukowski, en su estilo crudo y descarnado, no cantaría a la madre ideal, sino a la que ha amado entre cicatrices, a la que ha sobrevivido a la hostilidad del mundo con las uñas, al margen, en silencio. En sus palabras podríamos ver a la madre rota pero incansable, a la que no aparece en los comerciales, pero que ha salvado vidas sin decirlo. Celebrar a esa madre es también hacer justicia a su lucha subterránea.
Schopenhauer, pesimista implacable, nos recordaría que la maternidad, en su fondo, es también tragedia: traer hijos al mundo es condenarlos al dolor inevitable de la existencia. Y, sin embargo, en esa paradoja oscura, la madre aparece como consuelo ante la dureza de la vida. Es la que no niega el sufrimiento, pero que lo alivia. Es el único rostro que no miente en medio del absurdo. Celebrarla es aceptar que, a pesar del sinsentido, su gesto fue un acto de afirmación.
Saramago, con su mirada alegórica y profunda, podría contarnos que toda madre es una revolución silenciosa, un libro que nadie ha terminado de leer. Ella es la portadora de relatos no dichos, de genealogías orales, de saberes invisibles. La maternidad —como la literatura— es un ejercicio de transmisión, no sólo de vida, sino de memoria. Y en un mundo que olvida rápido, la madre que recuerda, que nombra, que cuenta, es un acto de resistencia frente al olvido.
Entonces, en este nuevo marco, celebrar a la madre no es comprar un regalo, sino reconocer la complejidad del acto de maternar en todas sus formas, con todas sus contradicciones. Es agradecer sin romantizar, honrar sin idealizar, cuestionar sin negar. Es ver a la madre como una figura viva, no como un monumento. Como alguien que ha sentido culpa, miedo, deseo, vacío, plenitud y cansancio, muchas veces al mismo tiempo.
Este día, más que flores o desayunos servidos en bandejas de Pinterest, podría ser una pausa radical para mirar a los ojos a quien nos ha cuidado —biológicamente o no— y decirle: te veo en tu complejidad, en tu humanidad entera. Porque en este mundo acelerado y performativo, celebrar sin edulcorar, es tal vez el acto más radical de amor y de verdad. Es la forma más valiente de habitar este día.
Hoy y siempre: te amo
Mamá —madre, jefa, vieja, mami, ma—, te nombro y algo en el pecho se ablanda, se enciende, se acuerpa. No naciste sabiendo ser mamá, te hiciste cada día, con las manos abiertas y los ojos cansados, y no por deber, sino por amor; no por mandato, sino por elección; no por destino, sino por una ternura que desafía al universo. Y si alguna vez dudaste, si alguna vez lloraste a escondidas o deseaste no estar ahí, aún eso te honra. Porque en tu fragilidad florece lo más humano de ti. Y en eso —en no rendirte— se cifra la sabiduría del universo.
No hay palabra que te defina y describa con exactitud. Eres una casa que camina, un refugio sin mapa, una oración dicha sin saber rezar. No fuiste sólo la que me trajo al mundo: fuiste la que me sostuvo cuando el mundo me quedaba grande. Mamá: te nombro y no te encierro en un rol. Te nombro y te libero de los altares que no permiten respirar. Te nombro para que existas con tu historia, con tus silencios, con tus heridas que aprendiste a bordar con hilos invisibles. Has sabido hacer del dolor un canto, del miedo un nido, del cuerpo un territorio que sostiene sin pedir aplauso.
Te vi partirte en jornadas infinitas, esconder el cansancio entre silencios, transformarte en alimento sin dejar rastro. Fuiste la primera en perder el sueño, la última en quejarte. Aprendí a vivir por cómo me miraste, por cómo abriste espacio con tus brazos, por cómo convertiste tus miedos en coraje cada vez que hacía falta. Nunca fuiste estatua ni heroína ni virgen de estampita: fuiste humana, tan humana que tu amor dolía. Y aún así te quedabas. Te quedaste. Te quedas.
Tu mirada, mamá, fue la primera revelación de que el amor existe antes de que tenga nombre. Tus manos —callosas, suaves, frías o tibias— son el primer lenguaje que entendí. Ellas me enseñaron que cuidar no es debilidad sino fuerza. Tú, eres la raíz que no se ve, pero que sostiene. Eres el silencio que no calla, la voz que no impone, la llama que no arde pero nunca se apaga. Eres lo que fue y lo que aún está. La primera morada. La única que no se olvida.
No sé cómo lo hiciste. Cómo seguiste caminando cuando todo dolía. Cómo te partiste en mil partes para que yo estuviera entero. Cómo sigues ahí, con los ojos atentos, con ese sexto sentido que todo lo intuye, con el corazón puesto en mí, aunque yo ya no sea niño, aunque a veces me calle, me aleje, me olvide.
No tengo palabras limpias ni discursos perfectos. Sólo tengo este corazón que aún sabe pronunciar tu nombre como si fuera una oración. Y en esa palabra —mamá— cabe todo: mi infancia, mi refugio, mi asombro, mi gratitud, mi deuda que no sé pagar.
Perdóname si alguna vez creí que eras invencible. Perdóname por olvidar que también eras persona. Perdóname por no preguntar cómo estabas, por no abrazarte más, por no decirte que te amo con más frecuencia.
Mamá: gracias por todo lo que hiciste y por todo lo que aún haces. Gracias por estar, incluso cuando te dolía. Gracias por las veces que tuviste miedo y aun así fuiste valiente por los dos. Gracias por enseñarme que amar no es perfección, sino persistencia. Por ti comprendí que amar no es solo pronunciar un “te amo”, sino convertirse en el refugio donde el otro desea quedarse, en la certeza que acoge, en la casa que no es un lugar, sino una presencia que da sentido a la vida.
Si el mundo aún puede salvarse, es porque hay madres como tú: humanas, profundas, reales. Y si un día ya no estás, mamá, que este poema te sobreviva. Que alguien, en alguna parte, lo lea y diga: esto también lo siento por la mía. Y que el mundo, por un segundo, te elogie y ensalce como mereces. Porque si existe algo sagrado en este mundo, no es el cielo. Eres tú.
Hoy y siempre: te celebro, te respeto, te admiro, te honro. Y sobre todo, mamá, te amo.
Comparte ahora mismo
Deja tu comentario