Por Gerardo Guerrero
La historia política del México contemporáneo se entiende mejor como una partida de ajedrez de largo aliento, donde cada pieza representa instituciones, élites económicas y la masa popular, y donde la estrategia del líder define no solo el juego, sino las reglas mismas del tablero. Carlos Salinas de Gortari y Andrés Manuel López Obrador son, sin duda, los dos jugadores más influyentes de las últimas décadas, aunque sus estilos, tiempos y herramientas sean ostensiblemente distintos. Sin embargo, al analizar sus mandatos, surge una conclusión inquietante: ambos gobernaron México utilizando el mismo principio básico del poder, solo que uno desde la razón tecnocrática y el otro desde la emoción populista. En ambos casos, el Estado es “el instrumento del cambio”, no el mercado —entendido como el conjunto de fuerzas privadas y de competencia económica— ni la sociedad civil.
Salinas llegó a la presidencia en 1988 con un enfoque que muchos han calificado de tecnocrático y neoliberal, aunque él mismo se definía como un “liberal social”. Su estrategia combinaba apertura económica, privatización de empresas estatales y modernización institucional con la intención de colocar a México en la esfera global. Salinas revestía el neoliberalismo de nacionalismo social. Hablaba de la “solidaridad nacional”, lanzando el PRONASOL (Programa Nacional de Solidaridad), una red asistencial y clientelar que, aunque mejoró infraestructura y servicios básicos, también funcionó como herramienta política. La firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte fue, en este sentido, un movimiento de ajedrez maestro: garantizó inversión extranjera y crecimiento económico, pero concentró la riqueza en una élite limitada. La pobreza persistió y la desigualdad se profundizó, aunque el Estado se fortaleció como máquina administrativa capaz de sostener políticas complejas y articuladas en el tiempo. Salinas de Gortari entendió que el poder se sostenía desde el control del Estado y la construcción de legitimidad mediante el progreso económico y la modernización institucional.
AMLO, en contraste, ascendió al poder a través de una estrategia inversa: la emocionalización de la política. AMLO reviste el nacionalismo social de anti-neoliberalismo. Su recorrido desde la oposición hasta la presidencia estuvo marcado por un profundo conocimiento del país, municipio por municipio, estado por estado. Durante 20 años caminó la República, capitalizando el abandono territorial del PRI y del PAN. No ganó por ideología, sino por presencia simbólica y emocional. Entendió el fracaso de la izquierda tradicional, que había concentrado su hegemonía en el centro del país y en discursos abstractos. Decidió construir una hegemonía moral y afectiva, no racional ni técnica. Su discurso giró en torno a la justicia social, la honestidad y el rescate de la soberanía moral del pueblo. Usó el “Bienestar” como plataforma de redistribución directa, también con una carga política evidente. Los programas sociales, las becas, los apoyos y la cercanía discursiva con los sectores vulnerables generaron lealtad y fidelidad. Pero esta estrategia tuvo un costo estructural: debilitó instituciones, concentró el poder en la figura presidencial y generó dependencia en lugar de autonomía ciudadana.
AMLO no destruye el sistema salinista, lo reinventa desde otro relato. Conserva la estructura, pero la sustituye por una narrativa sentimentalista y polarizante. AMLO no es una ruptura del viejo sistema, sino su mutación discursiva y emocional. Salinas y AMLO son caras opuestas del mismo sistema presidencialista mexicano: uno lo justificó con la modernidad, el otro con la moral. Ambos comparten un proyecto personalista, centralizador, de control simbólico, político y económico desde el Estado.
Con Salinas se avanzó como Estado. Aunque su sexenio fue profundamente desigual e incluso corrupto en algunos aspectos, la maquinaria estatal se profesionalizó. Se consolidaron instituciones de control macroeconómico como la autonomía del Banco de México, la apertura comercial y el TLCAN, que situaron a México como actor emergente en la globalización. Programas de combate a la pobreza como PRONASOL, que —aunque clientelares— mejoraron infraestructura y servicios básicos. Con AMLO, en cambio, se estancó o retrocedió. El crecimiento promedio anual del PIB durante su sexenio es de menos del 1%, uno de los más bajos desde 1930. El sector energético ha retrocedido, los órganos autónomos han sido debilitados y la inversión privada se ha desplomado por falta de certidumbre jurídica. AMLO no fortaleció instituciones: las absorbió. Y lo que antes era una política pública, hoy es una dádiva política. Donde Salinas profesionalizó, AMLO personalizó. Donde Salinas diseñó estructuras, AMLO diseñó narrativas.
Salinas buscó modernizar al país y legitimar el poder por la vía de los resultados. Su error fue la concentración de poder económico y la desigualdad. AMLO buscó legitimar el poder por la vía de la emoción y la moral, pero su error ha sido la destrucción institucional y el estancamiento estructural. Uno creó élites, el otro creyentes. Salinas fortaleció al Estado a costa del pueblo; AMLO fortaleció su figura a costa del Estado. Si Salinas se legitimaba con estadísticas, AMLO se legitima con aprobación. El primero dejó un Estado sólido con una sociedad fracturada. El segundo deja una sociedad esperanzada con un Estado debilitado.
Ambos comprendieron —aunque de manera distinta— que la pobreza es el cemento político del Estado mexicano. Salinas la administró tecnocráticamente: la medía, la clasificaba, la atacaba con programas focalizados, pero nunca la eliminó, porque sabía que la marginación garantizaba lealtad y necesidad. AMLO la administró emocionalmente: la envolvió en dignidad y discurso moral, pero la perpetuó, porque entendió que un pueblo agradecido y dependiente es más manejable que un pueblo autónomo. Así, ambos gobernaron sobre la base del mismo principio: la pobreza no se destruye, se gestiona.
Desde los imperios antiguos hasta las democracias modernas, la desigualdad es el eje invisible del orden social. En Roma, la plebe sostenía el esplendor del Senado. En la Revolución Industrial, el obrero sostenía la riqueza del burgués. En el capitalismo contemporáneo, el consumidor sostiene la acumulación del capital financiero. La pobreza no ha desaparecido porque cumple una función estructural: delimita el poder, organiza la jerarquía, mantiene el equilibrio económico y político. Sin desigualdad, el poder pierde su razón de ser. Porque el poder necesita de alguien a quien “proteger”.
Sin un Estado fuerte, no hay pueblo posible. La independencia del pueblo es un mito romántico. El ciudadano moderno depende del Estado para existir: su educación, su salud, su seguridad, su trabajo e incluso su identidad jurídica. Y cuando el Estado se debilita —como ha sucedido con el populismo— lo que crece no es la libertad, sino la vulnerabilidad colectiva. Por eso, paradójicamente, fortalecer al Estado puede ser un acto más social que fortalecer al pueblo. Un Estado sólido —aunque impopular— garantiza estabilidad, mientras que un Estado débil —aunque amado— conduce al colapso. Fortalecer al Estado no es un acto de elitismo, es un acto de supervivencia nacional.
La historia no la escriben los indignados, sino los que entienden las reglas del poder. El pueblo que se queda en la protesta es simbólico; el que se infiltra en el sistema es transformador. Quien no entra al sistema, termina siendo mártir del sistema. Quien entra, puede moldearlo… o al menos sobrevivirlo. AMLO entendió eso: dejó de ser oposición moral para convertirse en sistema funcional. Su aparente rebeldía fue una asimilación estratégica: se volvió poder dentro del poder.
La comparación entre ambos estilos de gobierno revela, en el fondo, que MORENA no es una izquierda ideológica, sino un refugio de ex priistas y ex perredistas desplazados del poder. El PRI clásico tenía una base clientelar corporativa (sindicatos, campesinos, obreros). AMLO reconstruyó eso con los programas sociales, los servidores de la nación y el culto al líder moral. AMLO aprendió del PRI más que de la izquierda, y convirtió la fidelidad popular en el nuevo petróleo político del siglo XXI.
La síntesis de estos dos modelos de poder evidencia que México requiere un liderazgo integral, capaz de conjugar la razón de Salinas con la emoción de AMLO. Un líder que entienda que la pobreza no se erradicará, pero que pueda gestionarla de manera que fortalezca las instituciones y, con ello, al pueblo. Que combine visión estratégica, capacidad de consolidación institucional y sensibilidad social, porque sólo así podrá operar una “cirugía mayor” sobre un país que hoy se encuentra en cuidados intensivos, dependiente de la dinámica histórica de la desigualdad, la fidelidad popular y la manipulación del poder.
México necesita un arquitecto del Estado que conozca el tablero y sepa jugarlo con inteligencia, previsión y ética. La historia demuestra que quienes intentan transformar la realidad desde fuera del sistema, con ideales románticos o revoluciones populistas, pasan a la posteridad como mártires o como figuras de culto, pero no logran cambios estructurales. Fortalecer al Estado es la única vía para fortalecer al país; todo lo demás, desde la tecnocracia fría hasta el populismo emotivo, no son más que maniobras sobre un tablero que solo la combinación de razón, emoción y estrategia puede dominar de manera duradera