lun. Nov 3rd, 2025

Por Gerardo Guerrero 

En México, como en muchos otros lugares, la narrativa del mérito ha calado hondo: se nos dice que el esfuerzo individual determina el éxito y que quien no progresa simplemente no se esforzó lo suficiente. Esta lógica, seductora por su simplicidad, choca sin embargo con la complejidad de la realidad. Joseph Stiglitz ha mostrado, con evidencia rigurosa, que la movilidad social está fuertemente condicionada por el lugar de nacimiento, la familia y el acceso a recursos básicos; los niños que nacen en hogares desfavorecidos enfrentan obstáculos que no pueden superar únicamente con talento o dedicación. Las oportunidades, no los méritos aislados, marcan la diferencia entre una vida de limitaciones y una posibilidad de desarrollo pleno. Así, lo que solemos llamar “mérito” se convierte a menudo en un ideal abstracto, que no refleja las barreras estructurales que definen el destino de millones.

Thomas Sowell, por su parte, advierte que la igualdad de resultados no debe confundirse con justicia. La vida no distribuye talentos, salud o riqueza de manera equitativa, y pretender igualar los resultados puede generar injusticias distintas, invisibles pero profundas, al desatender la libertad y la responsabilidad individual. En el México actual, donde la riqueza y el capital social se concentran en ciertos núcleos urbanos y ciertos grupos privilegiados, esta distinción es crucial: no se trata de negar la justicia, sino de entender que la verdadera justicia radica en nivelar el punto de partida, en garantizar oportunidades reales que permitan al esfuerzo tener sentido y al talento desplegarse sin trabas impuestas por la desigualdad heredada.

La filosofía de Martin Heidegger aporta otra capa de comprensión: en nuestra era, la técnica no es solo instrumento, sino marco que configura nuestra relación con el mundo y con los otros. En la educación, la salud, el empleo y la administración pública, los algoritmos, métricas y sistemas de evaluación modelan quién puede destacar y quién queda relegado. En México, la lógica de rendimiento, la priorización de indicadores cuantitativos y la automatización de procesos han terminado por definir, muchas veces de manera invisible, quién accede a oportunidades y quién permanece en la periferia. La técnica, si no se humaniza, corre el riesgo de perpetuar inequidades disfrazadas de eficiencia.

José Luis Sampedro, con su mirada ética y humanista, nos recuerda que la economía debe servir a la vida, no solo al crecimiento numérico. El desarrollo verdadero se mide por dignidad, inclusión y bienestar; un país no progresa únicamente con cifras de empleo o PIB si sus ciudadanos viven atrapados en la precariedad, sin educación de calidad, sin acceso a la cultura, sin redes que los sostengan. La economía, la educación y la política deben orientarse a la persona como fin, no como recurso, y a la sociedad como un espacio donde la oportunidad no sea un privilegio heredado, sino un derecho tangible.

Integrando estas perspectivas, se perfila una visión para México que reconoce la complejidad de la desigualdad: no basta proclamar que el esfuerzo y el talento determinan el éxito; no basta igualar resultados de manera mecánica; es imprescindible nivelar oportunidades, humanizar la técnica y situar la economía al servicio de la vida. Solo entonces el mérito tiene sentido, no como eslogan, sino como fuerza que puede desplegarse en condiciones justas y reales. Solo entonces la promesa de progreso y desarrollo personal deja de ser una ilusión para convertirse en una posibilidad concreta para muchos más.

En esta encrucijada, México enfrenta un desafío doble: reconocer la desigualdad estructural sin caer en el determinismo, aprovechar la técnica sin deshumanizarla y construir una economía que honre la dignidad de cada persona. El mérito, comprendido en este contexto, deja de ser una abstracción y se convierte en una brújula ética y social capaz de orientar políticas, educación, innovación y desarrollo hacia un futuro más justo, más humano y más pleno. 

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