Por Gerardo Guerrero
El país duele. No es una sensación, es un mapa de fechas, nombres y cuerpos que se encadenan con la misma lógica brutal: alguien que habló, que defendió un espacio, que enseñó, que representó a su gente, fue marcado y luego borrado. En menos de un mes han sido asesinados un abogado que tenía casos visibles, un limonero y líder rural que denunció extorsiones, una maestra que llegó a su escuela para dar clase y un alcalde que, frente a su gente y en plena fiesta pública, fue ejecutado. Cada nombre —David Cohen Sacal, Bernardo Bravo, Fabiola Ortiz, Carlos Manzo— llega con la contundencia fría de una nota policial y con la pérdida caliente de una comunidad que no reconoce cómo seguir viviendo después de cada disparo.
El 14 de octubre de 2025, el abogado David Cohen Sacal, conocido por su trabajo en litigios mercantiles y administrativos, fue atacado a la salida de los juzgados en la Ciudad de México; un joven le disparó y las autoridades lo reportaron fallecido poco después. El homicidio conmocionó no sólo por la violencia directa sino porque Cohen había litigado en asuntos de alta exposición pública y mediática, lo que abrió de inmediato preguntas sobre motivaciones y redes de imputación más allá del agresor detenido.
Una semana después, el 20 de octubre, la violencia volvió a golpear a quienes sostienen la economía rural: Bernardo Bravo Manríquez, productor y líder del campo en Michoacán, fue asesinado en su comunidad. Bravo no era un activista abstracto; era la voz de miles de familias citrícolas que denunciaron extorsiones, bloqueos y la presión cotidiana del crimen organizado sobre la producción y la venta del limón. Su asesinato encendió otra alarma sobre cómo la intimidación y la violencia se emplean para atajar la denuncia y someter territorios enteros a la economía de la coacción.
El 22 de octubre, la rutina escolar se fracturó: Fabiola Ortiz Medina, maestra de bachillerato en Putla Villa de Guerrero, Oaxaca, fue asesinada —según las investigaciones locales— por un alumno que, inconforme por una calificación, la atacó a la entrada del plantel. La secuencia crispó a la comunidad educativa y reabrió el debate sobre la seguridad en las escuelas, la salud mental en los jóvenes y la responsabilidad institucional para prevenir y atender señales de violencia. No es un caso aislado; es la manifestación extrema de una falla en cadena: familias, escuelas, autoridades y servicios de salud mental que no logran detener el curso de la violencia antes de que se vuelva mortal.
Y el sábado 1 de noviembre de 2025, durante el Festival de las Velas en Uruapan, Michoacán, el presidente municipal Carlos Manzo fue alcanzado por balas mientras daba el pregón: las cámaras registraron el ataque, testigos graban la escena, y las autoridades federales confirmaron que fue una emboscada en un acto público. Manzo era un alcalde conocido por su actitud desafiante frente al crimen organizado; había denunciado públicamente amenazas y, en ocasiones, recorrió zonas conflictivas con chaleco y transmisión en vivo como forma de visibilidad. Que lo hayan asesinado en medio de su pueblo, rodeado de familias y música, dice algo profundo sobre la audacia de quienes ejercen la violencia y la vulnerabilidad de los espacios públicos.
Los hechos, tomados uno por uno, ya de por sí son una tragedia. Tomados en conjunto, forman un patrón que hiede a normalización: la muerte como dato, la violencia como estadística que entra y sale de comunicados oficiales. Pero la estadística no es consuelo ni explicación; es la pintura abstracta de la pérdida real. En 2024, INEGI registró 33,241 defunciones por homicidio en México, la mayoría por arma de fuego; esa cifra, y las tasas que la acompañan, son el marco cuantitativo que convierte a los nombres en síntoma de algo estructural. Las cifras muestran que la violencia letal no es episódica sino persistente —y aun cuando algunas mediciones oficiales muestran reducción en ciertos periodos, la percepción ciudadana de inseguridad sigue siendo alta y el impacto sobre vidas, comunidades y tejidos locales no se mide sólo en números.
¿Por qué duele tanto? Porque las víctimas no son “datos”: son personas con rostros, hábitos y apuestas públicas. El abogado que trabajó en casos complejos, el líder agrario que reclamó la dignidad del trabajo de su gente, la maestra que fue a cumplir su jornada, el alcalde que quiso enfrentar lo que llamó “la arremetida” delictiva en su municipio. Cada asesinato reparte un mensaje criminal: la violencia busca silenciar para controlar. Y la respuesta que esa lógica pretende es doble: aterrorizar a quien denuncia y normalizar, en el resto, el descenso emocional hacia la indiferencia.
Normalizar es un peligro moral. Es aceptar que la tragedia es destino. Es acostumbrarse a ver en las noticias lo que antes prendía las calles con gritos y marchas. Cuando el horror se vuelve rutina, la indignación se adormece: se reemplaza por resignación, por cálculos personales de supervivencia, por la privatización del duelo. El periodismo, la sociedad civil, las iglesias, las escuelas y la política tienen una tarea: impedir que el dolor colectivo pierda su capacidad para producir acción. No es suficiente repetir que “es lamentable”; hay que nombrar causas, exigir investigaciones con resultados, desmantelar redes de impunidad y reencontrar formas de solidaridad pública que no se agoten en mensajes en redes.
¿Qué exigen las circunstancias? Primero: investigaciones transparentes, rápidas y con resultados verificables. Los homicidios que conmueven deben ser esclarecidos hasta las últimas consecuencias: autores materiales, autores intelectuales, cadenas de protección y financiamientos. Cuando un alcalde que pidió protección es atacado en un acto público, la ciudadanía tiene derecho a saber por qué falló el esquema de seguridad, quién debía garantizarlo y cómo reparará el Estado esa falla.
Segundo: protección real para quienes se ponen en riesgo por defender lo común. No se trata sólo de escoltas; se trata de políticas que corten las vías de financiamiento de las extorsiones, que den alternativas económicas al sometimiento territorial, que protejan a líderes rurales, a maestras, a abogados, a periodistas. El asesinato de Bernardo Bravo es el reflejo de un mecanismo que busca someter la producción rural a la renta criminal: la violencia económica precede y acompaña a la violencia física.
Tercero: políticas públicas que atiendan la prevención en la juventud y la comunidad educativa. El caso de Fabiola Ortiz obliga a repensar cómo se atienden conflictos escolares, cómo se forman y acompañan las emociones de alumnos y alumnas, y cómo los planteles se convierten en espacios seguros—no sólo por detectores de metales, sino por redes de apoyo real y protocolos que funcionen.
Cuarto: recuperar la capacidad de indignación colectiva sin caer en la furia destructiva. Indignarse es reclamar instituciones que funcionen; es exigir que las cámaras de seguridad, los peritajes, las cadenas de custodia, las pistas de investigación no se fricten en la burocracia o en la complicidad. Indignarse es también resistir la narrativa del “aquí siempre fue así” y construir otra: la de la comunidad que se niega a dejar de ser pueblo. Aquí no caben consignas vacías: caben estrategias ciudadanas, alianzas con medios locales, exigencia de rendición de cuentas y, sobre todo, la recuperación de la empatía pública.
La prensa ha documentado momentos de heroísmo público: alcaldes que enfrentan la violencia, productores que denuncian extorsiones, maestros que retornan a las aulas tras amenazas. Pero la noticia no puede disolverse en el asombro del instante; la crónica debe convertirse en memoria y, con ello, en herramienta de presión. Registrar, nombrar, seguir los procesos judiciales, señalar retardos y contradicciones de las autoridades son actos que salvan de la invisibilidad.
No podemos permitir que el duelo sea privatizado por el miedo y que el público se convierta en territorio de la desidia. No podemos aceptar, tampoco, que las declaraciones oficiales sustituyan la verdad investigada. La verdad exige búsqueda, prueba, transparencia. Mientras tanto, la vida cotidiana se tensa: mercados cerrados antes de tiempo, carreteras con menos movimiento, familias que envían a sus jóvenes a trabajar más lejos para evitar la cercanía de la violencia. Ese jaque a la vida social no es inevitable; es la consecuencia de estructuras y decisiones que pueden transformarse.
Al final, la pregunta —¿cómo terminamos así?— no admite respuesta única. Terminamos así por la confluencia de impunidad, por economías criminales que se nutren de la falta de opciones, por fallas institucionales en la protección y en la justicia, por la erosión de las normas democráticas y por la fatiga social que hace que lo insoportable termine por aceptarse. Pero también hay espacio para la reversión: la historia muestra que los estados de excepción se sostienen mientras los ciudadanos callan y se fortalecen cuando se tejen solidaridades. Recuperar la indignación no es sólo un imperativo moral; es un acto político necesario para reconstruir tejido social.
Que no nos acostumbremos. Que no se nos haga costumbre el llanto en redes y la desaparición en titulares. Que no aceptemos el “infierno” como destino. Exijamos investigaciones públicas y resultados concretos. Protejamos a quienes denuncian. Atajemos la impunidad. Reforcemos la presencia del Estado en la prevención social. Recuperemos, con rituales cívicos y acciones concretas, la comunidad que reclama justicia.
Estos nombres —David Cohen Sacal, Bernardo Bravo Manríquez, Fabiola Ortiz Medina y Carlos Manzo— deben permanecer en la memoria pública no como cifras, sino como recordatorio de que la vida de quienes denuncian, enseñan y gobiernan localmente es el hilo que sostiene la posibilidad de un país más justo. No podemos seguir normalizando lo inaceptable. No debemos permitir que el olvido y la resignación borren la exigencia de justicia. El país nos necesita indignados, organizados y exigentes: eso es lo que nos corresponde.