Por Gerardo Guerrero
La presidenta Claudia Sheinbaum, con gesto sereno y verbo mesurado, rechazó categóricamente la idea de revivir una política militarizada contra el narcotráfico. “No habrá retorno a la guerra contra el narco”, afirmó, en clara alusión a los gobiernos de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto, cuyas estrategias —dijo— fracasaron estrepitosamente en entidades como Michoacán. Lo dijo con la convicción de quien promete no repetir errores, aunque los cadáveres sigan apareciendo en los municipios, como notas al pie de una historia que se rehúsa a cambiar de tono.
Mientras tanto, Ricardo Monreal, coordinador legislativo y voz prudente en los días del desconcierto, aseguró que la presidenta es víctima de una ofensiva digital tras el asesinato del alcalde de Uruapan, Carlos Manzo. Según él, las redes se han vuelto el campo de batalla de la desinformación. No habló, claro, de los otros campos de batalla: los que huelen a sangre, a pólvora y a miedo.
Y es que acaso, como se murmura entre resignación y rabia, estamos viviendo en el meritito infierno. Un infierno que ya no necesita llamas porque arde solo, con la ley de Herodes como constitución moral: o te chingas o te jodes. Cualquiera mata así, “nomás porque no tiene una manera decente de vivir”, porque la indecencia dejó de ser excepción y se volvió norma, y la muerte, rutina.
En medio de este paisaje de violencia crónica, el país asiste a un fenómeno que desborda toda narrativa oficial: la macrocriminalidad. No se trata simplemente de crimen organizado a gran escala, sino de una forma de gobernanza paralela que convive, negocia y a veces dirige desde dentro del propio Estado. Es el punto donde el delito deja de ser clandestino para institucionalizarse; donde la frontera entre legalidad e ilegalidad se vuelve borrosa, y el poder, indistinguible.
La macrocriminalidad representa la versión más avanzada del fracaso estatal. En ella, violencia, economía y política se funden en un solo sistema que administra territorios, recursos y cuerpos. Los grupos criminales ejercen control territorial directo: dictan normas, cobran cuotas, imparten justicia sumaria. En comunidades enteras, la criminalidad es autoridad funcional; gobierna porque da empleo, impone orden o garantiza cierta estabilidad, aunque sea a punta de miedo.
También ejercen gobernanza económica. Controlan sectores productivos enteros —aguacate, limón, minería, tala, transporte, migración— y generan rentas híbridas que se lavan con elegancia en los circuitos empresariales. Los flujos del dinero ilícito se entremezclan con los del comercio formal, hasta volverse indistinguibles. No se trata solo de criminales infiltrando negocios, sino de empresarios criminalizando su rentabilidad.
Y existe, además, una gobernanza simbólica: el dominio del relato, del miedo, de la legitimidad. En muchos territorios, la gente distingue entre “buenos” y “malos”, pero ya no entre “Estado” y “crimen”. La violencia se ha vuelto un lenguaje político, una gramática del poder. Antes, los delincuentes huían del Estado; hoy, lo necesitan. Lo parasitan. Coexisten. Por eso, como advierten autores como Nils Christie, Luis Jorge Garay o Enrique Desmond Arias, el crimen ya no sustituye al Estado: lo habita, lo infiltra, lo corroe.
El despliegue militar, en este contexto, no resuelve nada. El control territorial ya no basta. La macrocriminalidad exige una reforma estructural del sistema de justicia, una inteligencia institucional capaz de entender cómo y por qué el Estado se vuelve funcional al crimen. Porque en México, la legitimidad —no la fuerza— es el recurso más disputado. Quien logre otorgar seguridad, empleo o justicia, conquista el poder, sea el gobierno o el cártel.
El núcleo del problema no está en las calles, sino en los despachos. La seguridad y la justicia dependen menos del número de soldados y más de la integridad institucional. El Estado no fracasa solo porque no puede, sino porque a veces no quiere o no sabe. No se puede: por falta de recursos, formación o coordinación. No se quiere: por complicidad política o captura institucional. No se sabe: por ausencia de planeación, conocimiento o voluntad técnica.
En cualquiera de los tres escenarios, la consecuencia es idéntica: el Estado pierde el monopolio legítimo de la fuerza, y el crimen asume funciones de gobierno. Las instituciones que deberían investigar, perseguir, juzgar y sancionar —Fiscalías, Ministerios Públicos, policías, jueces, cárceles— son los eslabones más frágiles de esta cadena. Cuando están infiltradas, politizadas o rotas, ningún ejército basta para contener la descomposición.
Desde una mirada estratégica, el problema de la seguridad en México ya no es operativo, sino sistémico. No se trata de “combatir el crimen”, sino de reformar la institucionalidad que lo sostiene. Porque el crimen no se combate solo en las calles: también se combate —o se perpetúa— en los tribunales, en los ministerios, en los escritorios donde se firman los contratos, los perdones y las complicidades.
Mientras esas estructuras sigan siendo incapaces, cómplices o indiferentes, la criminalidad no será erradicada, será administrada. Y el país seguirá viviendo en esa ironía brutal donde el infierno no es metáfora, sino modelo de gobierno.