jue. Nov 6th, 2025

Por Gerardo Guerrero 

A veces, la historia no se repite: sólo susurra. Lo hace en las calles, en las mesas de los cafés, en las juntas donde se mueven los números del país, o en las conversaciones íntimas donde la gente vuelve a pronunciar una frase con mezcla de memoria y temor: “esto se siente como 1987”. No es nostalgia, ni exageración; es intuición colectiva. Hay algo en el aire —una suma de señales discretas, un goteo constante de decisiones y percepciones— que parece recordar aquel punto de quiebre donde la confianza se rompió y el peso se desplomó.

La comparación, aunque incómoda, no es gratuita. En la década de los ochenta, el país venía arrastrando las secuelas de la crisis de deuda de 1982. La inflación se había vuelto un enemigo cotidiano, el tipo de cambio era una cuerda tensa sostenida por intervención estatal, y las reservas internacionales comenzaban a evaporarse. En 1985, un terremoto devastó a la Ciudad de México; en 1986, el Mundial trajo un espejismo de optimismo nacional; y en 1987, la cuerda se rompió: el peso fue devaluado más de 50%, el tipo de cambio se liberalizó de emergencia y la inflación escaló hasta rozar el 160%.

Hoy, en 2025, la fotografía luce distinta… y sin embargo, algo en el fondo resulta inquietantemente familiar.

El Banco de México reporta una inflación de 3.63% en la primera quincena de octubre, un nivel que transmite calma, un respiro tras la marea inflacionaria global postpandemia. Pero debajo de ese número, la presión subyacente persiste: los precios de servicios y alimentos se mantienen altos, y las tasas de interés, aunque comienzan a ceder desde el 11%, continúan frenando el crédito y la inversión productiva. En apariencia, hay estabilidad; en la práctica, hay fatiga.

Esa fatiga se hizo visible hace una semana cuando el INEGI publicó el dato oportuno del PIB al tercer trimestre de 2025: una caída anual de –0.3%. El semáforo de crecimiento no se había encendido en rojo desde el primer trimestre de 2021, cuando la economía aún se debatía entre los estragos de la pandemia. Este retroceso no es sólo un número: es una señal de alerta que comienza a colarse en los análisis económicos y en la conversación pública.

El detalle detrás del dato confirma la fragilidad. Las actividades secundarias, es decir, la industria, la manufactura y la construcción, retrocedieron 1.47% en el trimestre. Desde 1993, sólo en doce ocasiones las actividades secundarias han caído más de 1%, y diez de ellas ocurrieron durante recesiones. Las dos excepciones son recientes: el cuarto trimestre de 2024 y ahora, el tercero de 2025. La coincidencia temporal es suficiente para poner al país bajo observación: los ciclos suelen repetirse antes de declararse oficialmente.

En ese mismo contexto, la inversión fija bruta se ha convertido en uno de los termómetros más claros del desgaste estructural.

El INEGI informó que la inversión fija bruta cayó 8.9% anual en agosto, y en el comparativo mensual retrocedió 2.7%. La construcción disminuyó 7% y la inversión en maquinaria y equipo 10.5%. Con ello, México acumula 12 meses consecutivos de caídas, algo que históricamente sólo ha ocurrido en periodos de recesión: 1995, 2001, 2009 y el ciclo 2020–2021.

Los indicadores de empleo refuerzan esa sensación de desgaste estructural. Según la ENOE, en septiembre el mercado laboral mostró una paradoja inquietante: mientras el empleo formal perdió 10,188 plazas en los últimos doce meses, el informal creció en 830,337. El acumulado enero–septiembre es más claro aún: el empleo formal se redujo en 311,903 personas, mientras el informal aumentó en 1.2 millones. En otras palabras, el país crea trabajo, pero no seguridad; genera ocupación, pero sin derechos ni estabilidad. Esa dualidad —una economía que respira por la informalidad— es otra de las cicatrices que 1987 dejó como advertencia y que hoy vuelve a palpitar.

El Indicador Global de la Actividad Económica (IGAE) dibuja el cuadro completo: desde inicios de 2023, la producción agropecuaria se ha contraído de manera constante, rompiendo una tendencia de crecimiento sostenido desde 2011. El campo, históricamente amortiguador en tiempos de turbulencia, hoy ya no compensa las caídas industriales. Así, los tres motores tradicionales —agricultura, industria y servicios— comienzan a mostrar señales de cansancio simultáneo.

En este contexto, la narrativa oficial de estabilidad se enfrenta a un espejo incómodo. Mientras el discurso celebra la fortaleza del peso, las reservas internacionales y la disciplina fiscal, los datos revelan una economía que se mueve con lentitud y que depende más del tipo de cambio y del consumo interno que de un verdadero dinamismo productivo.

Y ese contraste se vuelve aún más evidente cuando se observa la estructura del gasto público. Para 2026, Morena autorizó recortes sustanciales a Institutos Nacionales y hospitales de alta especialidad:

•  Hospital Infantil de México: –29%

•  Instituto Nacional de Cancerología: –32%

•  Hospital General de México: –24%

•  Instituto Nacional de Cardiología: entre –26% y –31% según rubro.

Comparado con el último año de AMLO (2024), el presupuesto conjunto asignado por la administración entrante se reduce en 10 mil millones de pesos.

Las empresas lo sienten antes que los indicadores lo confirmen. Las cámaras industriales reportan salidas paulatinas de capital extranjero, retraso en nuevas inversiones y una tendencia creciente de firmas internacionales que reducen operaciones, alegando presiones fiscales y alta incertidumbre regulatoria. No se trata de un éxodo visible, sino de una fuga económica silenciosa: el retiro constante de pequeñas partes de capital, la renuncia a proyectos, el traslado de sedes o cadenas de suministro. De gota en gota, la confianza se disuelve.

Esa misma desconfianza se refleja en las decisiones de hogares y pequeños empresarios que comienzan a transferir ahorros a Estados Unidos o a dolarizar parte de su patrimonio. Es un reflejo aprendido de otras crisis: protegerse antes de que el ajuste ocurra. A nivel agregado, es todavía un movimiento leve; pero la historia enseña que los colapsos comienzan siempre como goteos.

Y justo ahí, el eco histórico resuena con fuerza. En 1985 también había señales de recuperación parcial, discursos optimistas y un Mundial que servía como vitrina de orgullo nacional. Nadie quería hablar de vulnerabilidad fiscal o de dependencia petrolera. El colapso, cuando llegó, pareció repentino, aunque llevaba años gestándose.

En 2025, otra vez México se prepara para un Mundial —el de 2026— y otra vez la euforia pública convive con una economía que se desacelera. Los estadios se actualizan, el turismo se reactiva, los mensajes oficiales insisten en la estabilidad. Pero el pulso económico real late más lento. Lo que en la superficie parece entusiasmo, en el fondo es contención.

Los economistas más prudentes insisten en que no hay razones para el pánico: el país cuenta con instituciones más sólidas que en los ochenta. El Banco de México es autónomo, el tipo de cambio flota libremente y las reservas internacionales ofrecen un colchón sustancial. Pero incluso ellos reconocen que la confianza es un activo que no figura en los balances: cuando se erosiona, ni las reservas más grandes bastan para detener su efecto en cadena.

La historia enseña que las crisis no nacen de una sola causa, sino de una acumulación de señales ignoradas. En 1987, la catástrofe comenzó años antes, cuando la política fiscal se volvió rígida, la inversión extranjera empezó a salir y la narrativa oficial insistía en que todo estaba bajo control. Hoy, el riesgo es diferente, pero la dinámica se asemeja: un discurso triunfalista frente a un tejido económico que se resquebraja lentamente.

El presente no es 1987, pero su sombra es larga. México enfrenta un punto de inflexión: si el gobierno logra reconciliar estabilidad con confianza empresarial, moderar la carga fiscal y restaurar certidumbre regulatoria, la desaceleración actual podría ser sólo un ajuste cíclico. Si no, el país podría entrar en un proceso de estancamiento con fuga gradual de capitales, deterioro industrial y pérdida de empleo formal.

El espejo histórico es nítido: entonces, como ahora, el optimismo social convivía con las grietas invisibles de una economía en tensión. Y entonces, como ahora, las señales estaban ahí, sólo había que querer verlas.

Porque la historia, cuando se ignora, no se repite: se cobra. Y en este 2025 —a un año del Mundial, con la economía en pausa, el empleo informal creciendo y el semáforo de crecimiento en rojo por primera vez desde la pandemia—, México vuelve a mirarse frente a sí mismo. La pregunta ya no es si se parece a 1987. La pregunta es si aprendimos lo suficiente para no volver a serlo. 

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