jue. Jul 31st, 2025

La mutilación de la libertad y de los derechos humanos en la dimensión pragmatica del Estado. Un reflexión a razón de las movilizaciones feministas 

Por Ma. Renata Díaz Leal von Versen 

“No olvidéis nunca que bastará con una crisis política, económica o religiosa para que los derechos de las mujeres se cuestionen. Estos derechos nunca son adquiridos. Deberéis permanecer alerta durante toda vuestra vida.”

Simone de Beauvoir

El pasado 25 de noviembre se celebró el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, conmemoración que pretende extenderse a 16 días de activismo contra la violencia de género (hasta el 10 de diciembre) de acuerdo con una campaña iniciada por Women’s Global Leadership Institute. 

Los contingentes se organizaron en todo el globo, y las movilizaciones acentuaron los alcances de la violencia de género; una problemática amplificada que no únicamente se circunscribe a una región particular, sino que parece alcanzar cada rincón del mundo. En este sentido, sería pertinente empezar a dejar de lado la normalización del machismo y la misoginia porque “así es nuestra cultura”, y empezar a darnos cuenta de que este conflicto deviene de un evento globalizado y sistemático que violenta cada espacio social que hay; no surge como una simple complicación cultural, ni se encapsula en un espacio territorial específico. 

Así, las marchas feministas contra la violencia de género detonaron el hartazgo, el enojo, la impotencia y la tristeza que comparten las mujeres alrededor del mundo; sin embargo, también resaltó el rechazo a las manifestaciones, no solo por parte de la sociedad, sino por parte del Estado mismo, acentuando la evidente falta de protección y respaldo que éste provee a la comunidad femenina. 

Ante este evento,  la titular de la Comisión de Derechos Humanos en México, Nashieli Ramírez, expuso que el hartazgo no justifica los daños y los destrozos, y que, en consecuencia, dicha “violencia” está emitiendo un mensaje contrario al pretendido; y es que no es nueva la pronunciación de un discurso disociativo que priorice la desaprobación de la protesta antes que la violencia de género, lo que sí es alarmante es que este discurso provenga de una institución encargada de la vigilancia del cumplimiento de los derechos humanos en el país; no es solo un acto de incongruencia, es un acto de impertinencia, ignorancia e insensibilización. En un Estado donde la violencia de género está en punto de ebullición este evento termina por invisibilizar una crisis latente. 

Y es que no es la primera vez que un funcionario público, cuya responsabilidad es resguardar los derechos humanos, desvirtúa el movimiento feminista y justifica la violencia de género con dicho discurso; lo que llama a una reflexión entorno a la moralidad que enviste a estas instituciones y a la cavidad que tiene el concepto de libertad y derechos humanos en el entorno pragmático, pues es que cada vez que el colectivo feminista se reúne en exigencia del respeto de sus derechos humanos, el Estado responde con un discurso disociativo; a esto me refiero que cada vez que en un proceso judicial se cuestiona a la víctima; que se fortalece la impunidad en la materia; que un titular ejecutivo cuestiona las demandas; etcétera, pareciera que se realiza una desvinculación de la naturaleza humana que enviste la mujer; una transformación a un “otro” (como Beauvoir lo denominaría), como si esta no tuviera esta espacio en el marco jurídico que resguarda a la sociedad. 

Retomado de las reflexiones de Hannah Arendt en su obra <<Los orígenes del totalitarismo>> con apoyo de los análisis de Delgado Parra en <<El concepto de libertad en Hannah Arendt para el ejercicio de los derechos humanos>>; Arendt “acentúa el hecho histórico de que la aparición del problema de la libertad en la filosofía de Agustín fue precedido del intento consciente de divorciar la noción de libertad de la política (noción presocrática) y así llegar a la formulación de que uno puede ser esclavo en el mundo y aún conservar su libertad.”

Y es que ciertamente la supresión la libertad de la mujer es una realidad toda vez que ésta no cuenta con oportunidades laborales; hay una desfase de crecimiento económico en comparación con la población masculina; está expuesta a una violencia sistemática en los distintos ámbito sociales (familiar, laboral, académico, económico, político…); prevalece la impunidad en denuncias por violencia de género; vaya, la falta de resguardo y protección a sus derechos es innegable; pero parece aún más alarmante la represión moral que se ejerce sobre la masa feminista y el distanciamiento de su persona a los derechos a razón de un evento superfluo; más aún si las personas que cometen esta invalidez son justamente los encargados de hacer valer los derechos dentro del Estado. 

Nuevamente, retomando la obra de Arendt, esta pensadora exponía un cambio en los términos de imperialismo, el cual, en la modernidad pasa del plano político al económico, por medio del cual se justifica la supresión de los derechos de los pueblos. 

En el aspecto teórico de las Relaciones Internacionales, son Robert Keohane y Joseph Nye quienes abordan el estado de interdependencia entre las naciones de la comunidad internacional derivado de la dimensión del intercambio económico que sostienen los Estados entre sí. Si bien, por su parte, Arendt analiza la desvinculación política del imperialismo con el acercamiento al espectro económico, lo que no únicamente da pie al imperialismo moderno, sino que modifica los modelos de gobernanza con el fortalecimiento de los derechos humanos (mismos que emergen de la toma de poder burguesa en occidente ) y la priorización económica en la política; esto, aunado a las premisas de interdependencia económica, cobra sentido el abordar la desvinculación que la moralidad tiene la política y cómo es ahora el espectro económico el que determina la validez de los actos de quien la ejerce, y de quien hace valer los derechos humanos. 

Ciertamente este es un escenario atemorizante toda vez que nos damos cuenta de que, el individuo, entonces, juega en un espacio en el que su valor depende del criterio de unos cuantos; en un contexto en el que los derechos situados en el ordenamiento fundamental y en los instrumentos internacionales dependen de la validación de un grupo cuyos intereses carecen de fundamentación moral, sino económica. A esto se refería Arendt al señalar que el hombre es libre y esclavo al mismo tiempo; se percibe una fuerte complicación en la materialización efectiva de los derechos. 

Tras estas transformaciones, la represión de las masas pasa a justificarse por el enriquecimiento a costa de los derechos de los “otros” de los “desterrados del derecho”; aún a finales del siglo XX y lo que va del presente siglo, la institucionalización de los intereses de las potencias mundiales aclaman la protección de los derechos humanos al mismo tiempo que justifican la invasión territorial y desarticulación política de Estados enteros por motivos de aprovechamiento económico, todo, a costa de cualquier derecho, incluso a costa de la vida de toda una masa poblacional.  

Es aquí donde entra la ambivalencia moral; estamos frente a una fachada no solo política, sino jurídica bajo las que el Estado se fundamenta en resguardo de los principios y lineamientos intrínsecos para asentar las condiciones necesarias al trato y vida digna por el hecho de _ser_humano_, pero no alcanza su materialización; en cambio estos son evocados a conveniencia del que porta la toma de decisiones, y se replica constantemente la racionalidad imperialista en distintas dimensiones. 

Estas condiciones no son ajenas a los condiciones de represión que atañen a la mujer en la sociedad; los sistemas políticos replican los modelos de represión imperialista y totalitaria; y no es que sea un secreto que los derechos humanos tuvieron una funcionalidad específica en la instauración del Estado burgués, pero me parece atemorizante que, a este punto de la historia y el desarrollo, las mismas instituciones encargadas específicamente de su resguardo estén alineadas al discurso disociativo. 

Se desprende la humanidad del individuo para situarlo en un espacio superfluo mediante el cual se hace posible la justificación de su represión y la violentación de sus derechos; no es que únicamente se reposicione la atención del conflicto, sino que se usa este discurso para excusar la falta de capacidad (¿o de intención?) del Estado de proteger los derechos de la mujer. De repente parece sencillo para la sociedad olvidar los hechos y enfilarse en la discursiva opresora. 

En un espacio en donde la valorización de los derechos depende de un criterio ajeno a la moral, y en donde el juicio de la universalidad está determinado por la hegemonía; entonces, ¿hasta qué punto seguirá siendo justificable su acción? 

Fotografía: Mónica Vázquez, de Plumas Atómicas

contacto: renatadiazleal@gmail.com

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