Por: Antonio Sánchez R.
¡Que me lleve el tren!
Cuando era un niño, las vías del ferrocarril delimitaban prácticamente entre lo que era la zona urbana del pueblo en que viví hasta los quince años, El Mante, ciudad cañera del sur de Tamaulipas. De las “vías para allá” (hacia el poniente), había unas dos o tres colonias poco pobladas y acostumbrábamos a ir por esos rumbos los sábados y domingos que no nos llevaban al “rancho” a ver a los abuelos.
Nos divertía ir a la vieja estación porque parecía un pequeños castillo y como había muy escaso movimiento, podíamos andar a nuestras anchas por los corredores y pasillos y por el anden principal, muy extenso para la actividad que había. Los garroteros, guardavías, conductores, uno que otro maquinista y hasta el administrador, ya nos conocían y casi nos ponían “las cruces” cuando nos veían llegar. Pero se les alegraba la vista cuando compartíamos una bolsa de mangos o los tacos que llevábamos. Eran gente muy tratable y muchos de ellos con un gran sentido del humor.
El tendido de las vías estaba de norte a sur. Hacia el norte, estaban El Limón, Xicoténcatl y terminaba en Estación Calles, entronque con la vía Monterrey-Tampico. Cada dos horas, desde las seis de la mañana, la máquina salía de la estación Mante hacia Calles, arrastrando uno o dos carros de pasajeros y el cabús. A veces se agregaba algún furgón o góndola con diversos materiales. En época de zafra, eran dos máquinas y muchos furgones cargados de azúcar, el producto principal de mi pueblo, que sería trasladada hacia Tampico y de ahí a algún destino en Europa. Desde muy temprana edad sabíamos que el azúcar que se producía en el ingenio azucarero no era para el mercado interno, sino para su exportación. Se decía que la calidad del azúcar mantense era superior inclusive a la que se producía en Cuba.
De cuarenta a cuarenta y cinco minutos duraba el recorrido Mante-Calles. Luego, el regreso tras las maniobras de rigor. Entre las principales poblaciones, el tren hacía varias paradas para recoger gente que se iba hacia una de ellas o hasta Monterrey y para ello había qué ir a Calles. Entre la una y las dos de la tarde pasaban los trenes que cubrían la ruta Monterrey-Tampico. Por eso a las doce de medio día el trajinar era intenso. Dos horas después, la estación volvía a convertirse en un hervidero, con la gente que esperaba a algún familiar y la que llegaba, sea del puerto o de la famosa Sultana del Norte.
Llamaba la atención que, mientras todo el movimiento se daba hacia el norte, hacia el sur no se registraba nada. Se decía que el tendido cubría la ruta hasta Ciudad Valles, pero no había nadie que lo pudiese corroborar. Es más, algunos trabajadores de la misma estación decían que debido a que no había movimiento hacia el sur, las vías ya habían sido cubiertas por las hierbas, por la maleza y que por ello los maquinistas no querían ir hacia allá, por el temor a no encontrar las vías y perderse entre el “bosque”. Cuentos que nosotros, niños al fin, creíamos.
Cuando nos cansábamos de jugar en la estación, a veces caminábamos sobre las vías, hacia el norte. Hacia el sur no. Por obvias razones. Llegábamos hasta el puente, algo rudimentario por cierto, que cruzaba el río Mante. A veces nos atrevíamos a caminar sobre el puente y pasábamos al otro lado. Pero nos daba miedo. No fuera a ser que de repente viniera el tren y nos llevara…, o un armón. ¡Ah cómo me llamaban la atención esos pequeños carros que recorrían las vías gracias a una tracción mecánica! Una especia de palanca o “sube y baja” era accionada por el o los trabajadores del riel y allá iban, a todo vuelo, despertando nuestra curiosidad… y envidia.
No tenía más de once años cuando una tarde veraniega, tras ver pasar primero el tren hacia Calles y luego de unos minutos un armón muy veloz llevando a unos pasajeros a los que se les había hecho tarde, les dije a los amigos que integraban la “pandilla”: “un día de estos le voy a pedir a Dios que me lleve el tren hacia el norte”. Cuatro años después ya estaba en Monterrey. Pero no viajé en tren. Nos trasladamos en autobús. La familia entera emigró siguiendo los pasos de una madre a la que se le había presentado la oportunidad de un buen trabajo. Pero no viajamos todos de un solo golpe. Primero unos, luego otros. Había qué terminar el ciclo escolar.
Entre tanto, a sabiendas de que mi destino final era el norte, la Sultana, disfruté a fondo de esas últimas caminatas sobre los rieles y para mi buena suerte, hasta pudimos ir sobre ese monstruo metálico hasta El Limón, en una excursión en la que terminé por descubrir cómo la primavera se me escapaba en un cabús. El amor de adolescente había aparecido y la niña sobre la que había puesto mis ojos me decía con su mirada lo mucho que le dolía que tuviera que partir. Efímero pasaje de un romance que no fue y que la distancia terminó por sepultar.
En el tiempo que tengo de haber salido de mi pueblo natal, sólo dos veces hice el viaje en tren de ida y vuelta, bajando en el lugar de costumbre: estación Calles. La espera del pequeño tren hacia El Mante era corta y el trayecto se cubría rápido…, aparentemente. El disfrute del paisaje, los verdes cañaverales a un lado y otro de las vías, los huertos de naranjales, los de mangos y otras frutas, hacían que perdiera la noción del tiempo y cuando menos lo pensaba, ya estaba en aquella vieja estación. Hoy, luce abandonada y sólo recuerdos de una osada niñez han quedado ahí. Y todavía he visto los rieles del tendido hacia el sur y siguen ahí, perdidos entre la maleza, como en espera de que llegue alguien y los rescate de ese olvido en el que se encuentran.