Por Mario Humberto Gamboa
En estos últimos años, la política ha sido o inoperante o sólo opera en un sentido, el que se impone desde el poder. No hay política política, por cuanto no hay diálogo del poder con las diferentes fuerzas y actores políticos, sin consideración de nuestra pluralidad social. O bien, si acaso ha operado, ha sido y lo es, en un solo sentido: el que que se quiere o se impone desde el poder y que el presidente marca en el discurso. Este ejercicio del poder contradice los principios y definición jurídica de la estructura constitucional del estado mexicano, que es el de una república democrática. En este caso, ¿puede un simple ejercicio prágmatico o en el extremo, autoritario, cambiar lo que la Constitución establece? Es incuestionable que todo gobierno y todo detentador de poder político debe ceñir su acción a la Ley Fundamental, y ajustar el ejercicio del poder a las normas establecidas. No obstante, el pragmatismo o autoritarismo como se le quiera llamar, ha conducido a fortalecer las pretensiones o impulsos para la sumisión de la burocracia política: gobernadores y legisladores -locales y federales- responden, en general -salvo excepciones- a una dinámica de sumisión que raya en la abyección.
Por otra parte, algo mucho más serio sucede con la oposición politico-partidista. Esta parece no tener alternativa ni proyecto o proyectos claros y cuyos representantes, salvo excepciones, están desacreditados por un pasado obscuro, o por su ineptitud o su indolencia, para ser organismos auténticos de interlocución de las necesidades y demandas sociales o a su incapacidad para generar un dialogo constructivo con el poder. El papel de la oposición, cualquiera que sea, tiene entre otras, una función esencial en la democracia republicana: propiciar la discusión de los asuntos y problemas trascendentes de la sociedad e impulsar propuestas de solución ante el estado y su gobierno; por eso en la democracia republicana existen los “parlamentos” como el congreso de la unión o las legislaturas locales, que más que el ejecutivo, son o deberían ser los centros donde se practique la democracia. Sin embargo, hoy, tales instituciones se someten a la voluntad del poder ejecutivo, tanto en el orden federal como local, en detrimento de un principio esencial de la democracia republicana: el de sepración de poderes. Esto no es nuevo en México, ha sido histórico en todos los gobiernos después de la Revolución, con menor o mayor acentuación en la hegemonía del poder ejecutivo. Pero estos años, el ejercicio del poder ha marcado una tendencia incuestionable: su concentración aplastante en el presidente.
El sistema de partidos está en crisis. Les falta dinamismo y sus principios rectores -si los tienen aún- les valen un cacahuate. Incluso el ahora partido o movimiento dominante que, aunque cuenta indudablemente con elementos valiosos, aparece como una mezcla de lo peor que ha sobrado en otros partidos (el drenaje de otros partidos, fluye hacia las alcantarillas de Morena), carece de ética política mínima y su discurso, a fuerza de slogans repetitivos, ha tenido el mérito de prevalece en la cabeza de los electores, electores que se resisten a hacer el mínimo esfuerzo de reflexión sobre que quieren como destino para el país.
Vivimos tiempos difíciles e interesantes. Son tiempos para reflexionar. Lo que hoy sucede en la vida político-institucional de México, no es eterno, pues en este mundo todo es efímero. Entonces aprovechemos los acontecimientos para recrear, para construir y realmente reflexionar sobre lo que queremos para Mexico, y no solo lo que quieren quienes tienen el poder. No permitamos que, en su conveniente interpretación del voto popular, piensen que se les otorgó un cheque en blanco y pretendan sustituirse o suplantar la voluntad popular.
México es, para fortuna de los mexicanos, una República Democrática; de nosotros, los ciudadanos, no de los burocratas políticos ni de los partidos ni sus nomenclaturas, depende que lo siga siendo, solo de nosotros. Esta meta la definió el pueblo real, no el de los discursos; no en 2024, no en 1910, no en 1857, sino en 1810, fecha que marcó el destino de este país, destino que no puede cambiarse a capricho de no importa qué gobierno ni por un simple ejercicio ya sea pragmático o autoritario del poder.
*El autor es Abogado, Fac. De derecho y criminologia de la UANL; postgrado en Administración Publica y en Derecho Constitucional en el Instituto de Afministracion Publica de Paris y en la Sorbona de Paris, Francia. Servidor público en los gobiernos municipal de Monterrey, gobierno de Nuevo León y Gobierno Federal. Profesor en la UANL; UdeM e ITESM.