Por Gerardo Guerrero
El caso Ayotzinapa sigue siendo una herida abierta en el tejido social de México. La desaparición de los 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural “Raúl Isidro Burgos” ha sido ampliamente retratada como una tragedia que expone la corrupción y el poder de los cárteles en el país. Pero, ¿qué pasa si nos atrevemos a cuestionar la narrativa dominante? Porque antes de que se convirtieran en víctimas de la brutalidad del Estado y del crimen organizado, los estudiantes de Ayotzinapa estaban involucrados en un crimen: el robo de camiones.
Robos de camiones: el punto de partida que no sé toma en cuenta
El 26 de septiembre de 2014, los estudiantes secuestraron cinco autobuses: dos de Costa Line y tres de Estrella de Oro, todos vehículos de pasajeros. ¿El propósito? Transportarse a la Ciudad de México para una manifestación. Hasta aquí, lo que suena a un acto de resistencia política se complica con un detalle: uno de esos camiones transportaba droga. Según investigaciones, esa carga pertenecía a Guerreros Unidos, el cártel que domina la región. ¿Sabían los estudiantes lo que llevaban? Seguramente no. Pero esa droga fue suficiente para desatar una cadena de eventos que desembocaría en su desaparición forzada.
Es fundamental comenzar con esta realidad incómoda: los estudiantes de Ayotzinapa no eran inocentes manifestantes víctimas de la violencia estatal desde el principio. La narrativa de “mártires” se desmorona cuando se reconoce que estaban robando camiones, una práctica que habían repetido muchas veces en el pasado. Entonces, la pregunta es inevitable: ¿si no hubieran robado esos camiones, estaríamos hablando de esta tragedia?
Inmunidad normalista: ¿justicia social o delincuencia disfrazada?
No es la primera vez que los estudiantes de Ayotzinapa secuestran autobuses, vandalizan propiedades o bloquean carreteras en nombre de la “justicia social”. Durante años, la normal ha sido un semillero de activismo radical, pero también de impunidad. ¿Qué justifica estas acciones? ¿El espíritu revolucionario? ¿El derecho a la protesta? La realidad es que muchos de estos actos rozan lo delincuencial. Y lo que es aún más alarmante es que la sociedad, e incluso el gobierno, parecen haber aceptado estas conductas como parte del “juego” de las protestas en México.
¿Se sienten inmunes los estudiantes? Sí. ¿Lo son? Al parecer sí. A pesar de que cada año se repiten estos actos, no ha habido una respuesta contundente por parte de las autoridades. La pregunta que debemos hacernos es: ¿quién los protege? Y, más importante aún, ¿qué consecuencias tendrá esta impunidad para futuras generaciones de activistas?
Policía, Ejército y cárteles: la alianza del silencio
El papel de las autoridades en la desaparición de los 43 estudiantes es tan turbio como los ríos de sangre que corren por Guerrero. Esa noche, la policía municipal de Iguala, la policía federal, y el Ejército mexicano (en especial el 27 Batallón de Infantería) estuvieron presentes en los eventos. El Ejército, de hecho, sabía lo que estaba ocurriendo. Existen reportes de infiltrado sobre dentro de los estudiantes que informaban directamente a los militares, pero el 27 Batallón no intervino. ¿Por qué?
La “falta de acción” por parte del Ejército es uno de los enigmas más oscuros de este caso. ¿Por qué los militares observaron la desaparición de los estudiantes sin mover un dedo? ¿Tenían órdenes de no intervenir? Lo cierto es que el general Salvador Cienfuegos, entonces Secretario de Defensa, ha sido señalado por haber encubierto lo sucedido. Pero, como en tantas otras tragedias mexicanas, la verdad se ha ocultado detrás de la cortina de la impunidad militar.
A esto se suma el papel de la policía municipal, que según las investigaciones, entregó a los estudiantes al cártel de Guerreros Unidos. La narrativa oficial de Jesús Murillo Karam, conocida como la “verdad histórica”, fue que los estudiantes fueron asesinados y sus cuerpos incinerados en el basurero de Cocula. Sin embargo, esa versión ha sido completamente desmentida por pruebas científicas y forenses. Entonces, ¿por qué insistió el Estado en esa mentira? La respuesta podría estar en la necesidad de encubrir las conexiones entre el Ejército, el gobierno local y el cártel.
La sombra de Omar García Harfuch
Otro nombre clave en este rompecabezas es Omar García Harfuch. A lo largo de los años, García Harfuch ha sido señalado en varias investigaciones por su posible complicidad o al menos por su conocimiento de lo que ocurrió esa noche. Si bien ha logrado construirse una imagen de “superpolicía” en la Ciudad de México, su sombra en el caso Ayotzinapa no se desvanece tan fácilmente.
¿Por qué García Harfuch no actuó con mayor contundencia? ¿Qué información poseía sobre la coordinación entre las autoridades y el crimen organizado? Aunque nunca ha sido formalmente implicado, su presencia en Guerrero durante aquellos días críticos es motivo suficiente para que su papel en este escándalo se siga cuestionando.
La cercanía de García Harfuch con altos mandos militares y de seguridad, incluyendo a figuras como Tomás Zerón de Lucio, exjefe de la Agencia de Investigación Criminal, quien hoy está prófugo de la justicia, plantea serias dudas sobre las redes de poder y complicidad que hicieron posible la desaparición de los 43 estudiantes.
El círculo de la corrupción: Abarca, Pineda y Guerreros Unidos
Iguala era un polvorín a punto de estallar, y el alcalde José Luis Abarca y su esposa, María de los Ángeles Pineda, estaban en el centro de esa bomba. Sus vínculos con Guerreros Unidos no eran un secreto para nadie. Abarca y Pineda dirigían Iguala como su propio feudo, mientras el cártel operaba con total impunidad. La noche de la desaparición de los estudiantes, Abarca fue informado de los hechos y dio luz verde para que la policía actuara en consecuencia. ¿Por qué? ¿Qué estaba en juego esa noche?
Pero no son los únicos con las manos manchadas de sangre. Federico Figueroa, hermano del fallecido cantante Joan Sebastian, también ha sido señalado como parte del entramado delictivo en Guerrero. La relación entre el crimen organizado y la política local en el estado no es nueva, pero lo que sorprende es la falta de acción del Gobierno Federal, que parecía incapaz —o tal vez desinteresado— de intervenir.
¿Y qué hemos aprendido? Absolutamente nada.
Después de años de investigaciones, protestas y promesas de justicia, es imposible no preguntarse: ¿hemos aprendido algo de Ayotzinapa? La respuesta es un rotundo no. Los estudiantes de Ayotzinapa siguen robando camiones y vandalizando con la misma impunidad de siempre. ¿Se creen inmunes o realmente lo son? Lo que está claro es que no hay consecuencias. Ni para ellos, ni para los funcionarios responsables, ni para los militares que observaron “impasibles” la desaparición de 43 jóvenes.
El caso Ayotzinapa no solo es un símbolo de la violencia y la corrupción en México, sino también un recordatorio de la falta de responsabilidad en todos los niveles. Los estudiantes fueron víctimas, sí. Pero también formaron parte de un sistema en el que la ilegalidad se tolera, se justifica y, en ocasiones, se celebra. Hasta que no nos atrevamos a cuestionar todos los aspectos de esta tragedia, seguiremos atrapados en el mismo ciclo de impunidad y violencia que nos llevó hasta aquí.
México sigue esperando la verdad. Pero, ¿estamos listos para aceptarla? Porque cuando se descubra todo, es probable que no nos guste lo que encontremos.
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