sáb. Nov 8th, 2025

Por Gerardo Guerrero 

México camina hacia el cierre de 2025 con una paradoja tan visible como negada: el país con la economía “más estable” de la región es, al mismo tiempo, el que más se endeudó entre los mercados emergentes, según el Fondo Monetario Internacional. Más de 41 mil millones de dólares se sumaron a la deuda pública en un solo año. Ni China, ni India, ni Rusia, ni Brasil: fue México.

Pemex, la empresa que durante décadas encarnó el orgullo energético nacional, arrastra más de 100 mil millones de dólares en pasivos, mientras su producción se desploma a niveles no vistos desde los años ochenta. La industria cae 1.4%; el crecimiento acumulado de enero a agosto apenas roza el 0.3%, y el consumo —motor natural de una economía viva— se estanca bajo la presión de una inflación persistente y de un empleo cada vez más precario.

El país no está en crisis, dicen las cifras oficiales, pero sí está paralizado: inversión cayendo al 8% anual, gasto público con subejercicios notables, exportaciones sostenidas con pinzas y una confianza empresarial en estado de hibernación. Los motores del crecimiento están apagados, y la estabilidad se celebra como si fuera prosperidad.

Este panorama encarna la advertencia que José Luis Sampedro hizo hace más de tres décadas: “El dinero no es más que un instrumento, pero se ha convertido en el fin mismo de la economía.” El humanista español —economista de profesión y pensador de vocación— sostenía que la economía debía servir a la vida y no a la inversa. Lo que hoy ocurre en México es precisamente el síntoma contrario: una estructura que prioriza los equilibrios contables sobre las condiciones vitales de las personas, la estabilidad financiera sobre la justicia distributiva, y la deuda sobre la inversión que transforma.

José Saramago, desde la literatura, dibujó esta misma ceguera: sociedades enteras incapaces de ver lo evidente, atrapadas en la inercia de sus discursos oficiales. En su Ensayo sobre la ceguera, los hombres pierden la vista no por accidente, sino por costumbre: por haber aceptado que el poder defina lo que es “normal”. Esa metáfora parece escrita para el México actual, donde la pérdida de rumbo económico convive con una normalización de la mediocridad política.

El discurso del poder presume “fortaleza macroeconómica” mientras millones de hogares enfrentan una caída real de su poder adquisitivo, un empleo informal que roza el 56% y un sistema productivo donde el Estado gasta menos de lo presupuestado por temor a desequilibrar sus propias cifras. Se ha confundido la disciplina fiscal con la inmovilidad del desarrollo.

El resultado: una economía que se apaga lentamente, sin drama, sin estallido, pero con la constancia de una llama que se consume por falta de oxígeno. Las cifras son elocuentes:

0.3% de crecimiento en ocho meses.

1.4% de contracción industrial.

8% de caída en inversión productiva.

Deuda pública que supera el 52% del PIB.

Pemex asfixiada, con una deuda que equivale a casi el 7% del PIB nacional.

Solo las exportaciones mantienen al país a flote, pero incluso ese hilo se tensa ante las amenazas arancelarias de Donald Trump. Si un 30% de las ventas mexicanas a EE. UU. sufriera nuevos impuestos, el golpe sería inmediato.

La pregunta, entonces, no es si México está en crisis, sino qué tipo de crisis está viviendo: la del estancamiento económico, sí, pero sobre todo la crisis de sentido y de conciencia. Lo advirtió Sampedro: cuando la economía olvida su función humana, se convierte en una máquina sin alma. Y lo confirmó Saramago: cuando el poder impone su relato, la ceguera se vuelve virtud y la lucidez, peligro.

Mientras tanto, el país se fragmenta entre una clase política que celebra indicadores y una ciudadanía que sobrevive con salario congelado, crédito caro y esperanza menguante. La llamada “austeridad republicana” se ha convertido en un oxímoron cruel: austeridad sin república, porque el gasto que se retiene no fortalece lo público, y el sacrificio que se impone no se traduce en justicia social.

En medio de este paisaje, resuena la voz de Assata Shakur:

> “Nadie en el mundo, nadie en la historia, jamás ha conseguido su libertad con sólo apelar al sentido moral de la gente que les ha estado oprimiendo.”

Y la cita marxista que acompaña este eco no es una invitación literal a la violencia, sino una metáfora de ruptura: romper con la ceguera, con la obediencia pasiva, con la aceptación del deterioro como destino. Rebelarse, en este contexto, significa volver a mirar: exigir que la economía recupere su función ética, que el Estado recupere su vocación de justicia, y que la política deje de ser administración de estadísticas para volver a ser construcción de futuro.

Como habrían coincidido Sampedro y Saramago: ninguna sociedad que sustituye la dignidad por la contabilidad puede considerarse viva.

México aún está a tiempo de recuperar la vista. 

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