Por Gerardo Guerrero
“¿No fue sospechosamente grotesca la prisa por aprobar la reforma judicial? ¿De veras corría tanta urgencia para consumar un proyecto tan cuestionado y tan cuestionable?”
En una jornada que evocaría las intrigas palaciegas de Game of Thrones, los senadores de México llevaron a cabo uno de los movimientos más controversiales de los últimos tiempos. Como si se tratara de una temporada de House of Cards o los giros inesperados de Succession, el Senado aprobó la reforma judicial con 86 votos a favor y 41 en contra, todo en medio de una prisa grotesca, como si todos supieran que lo que estaba ocurriendo iba más allá de la política ordinaria.
En el gran juego del poder, los participantes se mueven con astucia, con la precisión de maestros titiriteros que buscan mantener sus posiciones, a veces a cualquier costo. Pero esta vez, el nivel de debate que acompañó la reforma fue tan bajo que apenas se hizo mención de lo que estaba en juego. No se discutió su contenido, ni se hablaron los riesgos o beneficios, como si la prisa por consumar el proyecto fuese más importante que el propio país. Es una partida de ajedrez donde las piezas se mueven rápidamente, pero nadie está seguro de quién quedará de pie al final.
El drama se desata cuando Miguel Ángel Yunes Márquez solicita licencia por supuestos problemas de salud. La licencia es aprobada, y, cual escena digna de la Casa de los Lannister, aparece en su lugar su padre, Miguel Ángel Yunes Linares, bajo los aplausos y vítores de la bancada de Morena. No es que Morena simpatice con Yunes, sino que, en el tablero político, la lealtad es una herramienta intercambiable. Con un aire triunfal, el patriarca toma su lugar en el Senado, preparado para lo que vendrá.
Pero el juego de traiciones no se detiene ahí. Yunes Linares lanza un ataque directo a Marko Cortés, líder del PAN, a quien acusa de traidor. Afirma, además, que cuenta con el apoyo de Ricardo Anaya, quien, en su estilo silencioso y calculador, prefiere callar, tal vez aguardando su momento de actuar, como lo haría un personaje de Succession: observando desde las sombras, midiendo el tiempo, buscando el ángulo correcto para su movimiento.
Marko Cortés, como buen estratega, no tarda en devolver el golpe. Le recuerda a Yunes Linares que, a lo largo de su carrera, fue él quien ayudó a la familia Yunes a escalar dentro del PAN, incluyendo esa senaduría que ahora se ha convertido en un peón en este tablero de poder. Yunes, lejos de acobardarse, responde con una daga bien afilada: “Mi hijo consiguió los votos”. La batalla se vuelve personal, y Marko, en un destello de autocrítica, insinúa que tal vez Julen Rementeria habría conseguido lo mismo sin todo el drama. ¿Marko se equivocó al confiar en los Yunes? Seguramente sí, pero en política, el arrepentimiento llega tarde.
Como si el caos no fuera suficiente, un giro inesperado sacude el tablero: Daniel Barreda, senador de Movimiento Ciudadano, desaparece misteriosamente. La razón, al parecer, es la detención de su padre, un golpe bajo que lo obliga a ausentarse en un momento crucial. El caos reina por un momento, hasta que Adán Augusto, coordinador de la bancada de Morena, toma las riendas. En un movimiento que recuerda a los señores de la guerra de Game of Thrones, llama por teléfono al senador desaparecido, se lo pasa al presidente del Senado, Gerardo Fernández Noroña, quien confirma que todo está “bajo control”. La sesión continúa, pero los rumores vuelan: Barreda ha traicionado a MC y pronto se unirá al Verde. El cambio de lealtades, tan común en las intrigas políticas, muestra que en este juego, los jugadores pueden cambiar de bando en cualquier momento, si eso asegura su supervivencia.
En medio de esta tormenta de intrigas, Miguel Ángel Yunes Márquez reaparece. Ya no hay signos de enfermedad, ni excusas. Con la seguridad de quien sabe que en política todo puede ser manipulado, vota “como su conciencia le indica”. Es una jugada sin escrúpulos, sin remordimientos, que demuestra que en el juego del poder, la conciencia es una moneda que puede cambiar de valor según el día y la conveniencia.
Y en pleno remolino de traiciones y lealtades quebradizas, el PRI sorprende al mantenerse como una de las pocas fuerzas aparentemente firmes. Aunque en otros tiempos se les acusaba de ser los maestros de las intrigas, en esta ocasión parecen haber aprendido de sus errores pasados. Sorprendentemente, el PRI ha logrado evitar las fracturas internas que acechan a otros partidos y, hasta ahora, no se han visto traidores visibles en sus filas. Sin embargo, en un juego de poder tan complejo y volátil, queda por ver si esta lealtad interna es genuina o solo otra estrategia de supervivencia en un campo político donde nadie es realmente inmune.
Mientras tanto, en otro rincón del tablero, la figura de Claudia Sheinbaum parece desdibujarse. La futura presidenta, que ha armado un “gabinete sólido y tiene planes interesantes” para el país, se enfrenta a un escenario en el que nadie parece prestarle atención. La reforma judicial, con sus graves implicaciones, ha captado toda la atención. Y, aunque Sheinbaum permanece leal a AMLO, su pasividad empieza a levantar sospechas. ¿Cómo puede ser que, a pocas semanas de asumir el poder, se mantenga al margen de un proyecto que podría hundir el Estado de derecho? Su apoyo incondicional al presidente saliente no solo parece ciego, sino peligroso. En política, como en Game of Thrones, el poder puede cambiar de manos de forma inesperada, y Sheinbaum podría encontrarse heredando un país al borde del caos.
Lo que los senadores de Morena y sus aliados no parecen entender es que cuando el Estado de derecho naufraga, nadie, ni siquiera aquellos que hundieron el barco, se salvan. La reforma judicial podría desestabilizar no solo el sistema político, sino las relaciones con América del Norte, y con ello, comprometer la economía del país. El mayor error de este sexenio parece haberse consumado, y las consecuencias podrían ser devastadoras.
En este circo político, cada jugador está atrapado en su propia narrativa de traición, lealtades cambiantes y ambiciones desmedidas. El país, como en las peores tragedias de la historia, parece dirigirse hacia el abismo. Sheinbaum, quien debería ser la protagonista del cambio, se ha convertido en un personaje secundario en su propia historia, atrapada entre la lealtad a un líder y la responsabilidad de un país que se tambalea.
El juego de las sombras sigue su curso, pero al final, como en todo gran drama, nadie escapa de su propia conciencia. Y cuando las luces del Senado se apaguen y los ecos de las votaciones se disipen, los protagonistas de esta historia deberán enfrentarse a la realidad: han jugado con el futuro de una nación, y la historia no los absolverá.
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