Charlas de taberna
Marcos H. Valerio
Mientras el mundo católico despide al papa Francisco I, honrado en su féretro por fieles y seguidores antes de su sepultura, una voz disonante resuena desde Hollywood. Mel Gibson, el célebre actor y director de La pasión de Cristo, ha lanzado un ataque frontal contra el pontífice en el pódcast The Joe Rogan Experience, acusándolo de encubrir a “violadores de menores” y de liderar una “Iglesia paralela falsa” que, según él, se ha desviado de las enseñanzas de Cristo.
Gibson, conocido por su fervor religioso, no escatimó en calificativos. Describió al Vaticano como un “centro de poder” controlado por “depredadores” que han traicionado la esencia del cristianismo.
Sus críticas apuntan a lo que percibe como una transformación radical de la Iglesia bajo el papado de Francisco, a la que acusa de abrazar prácticas que él considera heréticas, como la introducción de la “pachamama”, una figura que Gibson interpreta como una “diosa sudamericana” y un símbolo de apostasía.
Para el cineasta, la batalla es clara: el bien y el mal luchan por las almas de la humanidad, y la verdadera Iglesia no reside en las estructuras del Vaticano, sino en la fe de quienes se aferran a las enseñanzas originales de Cristo.
En un paralelismo provocador, Gibson compara la institución eclesiástica con la industria de Hollywood, a la que ha acusado reiteradamente de ser un “refugio de pedófilos”.
Las palabras de Gibson, aunque polémicas, reflejan un sentimiento de desencanto que no es exclusivo suyo. Para algunos, el papado de Francisco ha sido un esfuerzo por modernizar la Iglesia y acercarla a los marginados; para otros, ha representado una ruptura con la tradición que amenaza su identidad.
Este debate, avivado por figuras como Gibson, pone en evidencia las profundas divisiones dentro del catolicismo en un momento de luto y transición.
El legado de Francisco I, sin duda, será objeto de escrutinio en los años por venir. Mientras tanto, las acusaciones de Gibson nos recuerdan que la fe, como cualquier institución humana, no está exenta de cuestionamientos ni de pasiones encontradas.
La pregunta que queda es si la Iglesia logrará reconciliar estas tensiones o si, como advierte Gibson, la batalla entre el bien y el mal continuará definiendo su futuro.