Por Gerardo Guerrero
Durante más de ocho décadas, el mundo empresarial y financiero global ha operado bajo una narrativa profundamente arraigada: la globalización como vía maestra hacia la prosperidad colectiva y la estabilidad política. Este relato no sólo estructuró las estrategias corporativas, los tratados multilaterales y los modelos de negocio dominantes, sino que también moldeó la forma en que los líderes económicos concibieron el progreso, la eficiencia y la expansión internacional. Se asumió, casi como dogma, que la interdependencia económica evitaría conflictos armados a gran escala, y que el libre comercio permitiría a cada nación y empresa especializarse en aquello que mejor hacía, en un juego de suma positiva donde todos ganarían. Fue un ecosistema ideal para la optimización de procesos, el *outsourcing* masivo, la consolidación de cadenas de suministro globales y la descentralización operativa.
Después de la Segunda Guerra Mundial, las grandes potencias —lideradas por EE. UU.— promovieron una arquitectura económica basada en la liberalización del comercio, la cooperación multilateral y la interdependencia productiva. Esto dio origen a instituciones como el GATT (antecesor de la OMC) y a décadas de acuerdos comerciales internacionales. El propósito era claro: evitar nuevas guerras fomentando la colaboración económica. Este modelo llegó a su clímax con la globalización acelerada de los años 90 y 2000.
Sin embargo, esta narrativa globalista fue en sí misma un viraje respecto a lo que había predominado históricamente. Antes de 1945, los aranceles eran la norma. Durante siglos, los países aplicaron barreras aduaneras para proteger sus industrias locales y consolidar su soberanía económica. Estados Unidos, por ejemplo, fue una economía altamente proteccionista durante buena parte del siglo XIX y comienzos del XX. El caso más emblemático de este enfoque fue la Ley Smoot-Hawley de 1930, que impuso aranceles altísimos a miles de productos y terminó agravando la Gran Depresión al desatar represalias globales y un colapso del comercio internacional. Así, el sistema de libre comercio no nació espontáneamente, sino como una respuesta consciente y estructurada a las catástrofes derivadas del proteccionismo extremo.
Con el tiempo, las promesas de la globalización comenzaron a mostrar costos sociales y geopolíticos: deslocalización industrial, pérdida de empleos manufactureros en países desarrollados, concentración de riqueza, vulnerabilidad en cadenas de suministro, y una creciente dependencia estratégica de países como China. Así, la globalización, que había sido sinónimo de eficiencia, empezó a ser percibida como fuente de vulnerabilidad.
Esta narrativa está siendo desafiada desde múltiples frentes y bajo nuevas condiciones estructurales. El retorno de los aranceles, el proteccionismo comercial y la fragmentación geopolítica representan no simples ajustes tácticos, sino una reconfiguración profunda del orden económico internacional. Lo que hoy enfrentamos no es una oscilación coyuntural del mercado, sino una transformación sistémica y paradigmática. Y en este contexto, el liderazgo empresarial se ve impelido no sólo a adaptarse, sino a redefinirse en su fondo y forma.
Para comprender el presente y anticipar el futuro, es imprescindible revisar con minuciosidad los antecedentes que han ido erosionando progresivamente los pilares de la globalización. Tres momentos históricos —cada uno con su propia lógica, causas, impactos y lecciones— constituyen las grietas acumuladas que desembocan en el presente punto de inflexión: la burbuja puntocom del año 2000, la Gran Recesión del 2008, y la burbuja post-COVID del 2021. Estas tres crisis, aunque distintas en origen y manifestación, comparten un hilo conductor: la exposición de desequilibrios estructurales que se habían incubado silenciosamente bajo la superficie del crecimiento global.
La burbuja puntocom representó el primer gran episodio de exuberancia irracional del nuevo milenio. Alimentada por el entusiasmo colectivo ante las posibilidades de internet y la digitalización emergente, una ola especulativa sin precedentes impulsó a empresas tecnológicas recién nacidas —muchas sin modelo de negocio funcional ni ingresos reales— a valoraciones estratosféricas. El capital fluía con avidez hacia proyectos impulsados más por la narrativa futurista que por la solvencia económica. Cuando el mercado corrigió brutalmente en 2000 y 2001, miles de compañías colapsaron, desaparecieron fortunas y se evaporó la confianza. Sin embargo, más allá de las pérdidas financieras, esta crisis dejó una lección crucial: el futuro no se anticipa únicamente con promesas, sino con modelos sostenibles, escalabilidad real y liderazgo disciplinado.
La Gran Recesión de 2008 llevó esta lección a un nivel más profundo. Esta vez, no se trataba de promesas digitales, sino de una arquitectura financiera internacional construida sobre productos tóxicos, apalancamientos excesivos y estructuras de riesgo poco transparentes. Bancos emblemáticos colapsaron, el sistema de crédito global se paralizó, y la economía real —familias, empleos, industrias— pagó el precio. Fue una sacudida moral, sistémica y estructural que obligó a repensar no sólo la regulación financiera, sino la ética empresarial, la cultura de riesgo y la función pública de los actores privados. La interconexión global que se presumía como fortaleza, en ese momento actuó como canal de transmisión del caos. La narrativa del “demasiado grande para caer” mostró sus límites. La resiliencia dejó de ser una opción y se convirtió en condición de supervivencia.
Más reciente aún, la burbuja post-COVID de 2021 expuso otra dimensión crítica: la fragilidad sistémica ante eventos exógenos. La pandemia provocó una dislocación total del orden productivo y logístico mundial. Para mitigar la catástrofe, se inyectaron estímulos sin precedentes que dispararon la liquidez y empujaron a los mercados bursátiles a máximos históricos, incluso cuando la economía real aún no se recuperaba. Esto creó una burbuja artificial de valoración, especialmente en sectores tecnológicos y activos especulativos, mientras se distorsionaban los precios relativos, se encarecían las materias primas y se tensionaban las cadenas de suministro global. Esta crisis no se gestó en los mercados, pero los mercados fueron su principal caja de resonancia. Exacerbó la desigualdad, profundizó la desconexión entre el capital y la producción, y reveló la urgente necesidad de modelos más balanceados, adaptativos y centrados en valor real.
Estos tres episodios históricos no son anomalías aisladas, sino señales anticipatorias del contexto actual. Son el prefacio de un nuevo capítulo: el de la reconfiguración del orden económico mundial. Hoy, los aranceles —una herramienta en apariencia arcaica— vuelven al centro del tablero, simbolizando un repliegue estratégico, una desglobalización selectiva y una nueva forma de leer el riesgo geopolítico. El comercio, que por décadas fue un lubricante de crecimiento, comienza a ser reinterpretado bajo claves de soberanía, seguridad y autonomía productiva. Las cadenas globales de valor pierden atractivo frente a esquemas regionales, redundantes y más resilientes.
En este entorno, los costos estructurales cambiarán. El acceso a bienes de bajo costo se verá limitado. La inflación estructural se consolidará como una nueva normalidad. Las métricas tradicionales de eficiencia deberán ser reemplazadas por modelos de optimización contextual, adaptabilidad y capacidad de absorción de shocks. Esto exige un liderazgo que entienda el momento histórico, que renuncie a la ilusión del control total, que invierta en flexibilidad organizacional y que sepa sostener una visión de largo plazo aún en medio de la volatilidad extrema.
La inflación, que por décadas permaneció controlada gracias a la producción en masa en regiones de bajo costo, hoy encuentra un entorno propicio para resurgir. El encarecimiento de insumos, la inestabilidad de suministro, la escasez energética, y el resurgimiento de políticas industriales nacionales son factores que estructuralmente presionan al alza los precios. El dólar, aunque sigue siendo dominante, se ve cada vez más cuestionado en su rol como moneda de reserva. Si ese paradigma llega a romperse, la deuda estadounidense —y, por consiguiente, muchas posiciones corporativas globales— podría volverse insostenible. No es una posibilidad inminente, pero es un riesgo estructural que debe ser considerado en los tableros estratégicos más altos.
Y sin embargo, este no es un tiempo para el miedo paralizante. Es un tiempo para el liderazgo lúcido, audaz y sistémico. Las grandes compañías siguen siendo valiosas. Muchas de ellas, afectadas por las turbulencias del mercado, se encuentran subvaluadas respecto a su potencial intrínseco. El líder con visión entiende que el momento de sembrar es en medio del caos. Que los ciclos se superan con fundamentos. Que las decisiones tomadas en estos periodos definirán las posiciones de poder económico y reputacional en la próxima década.
Estados Unidos, aún en proceso de transformación, conserva una posición estratégica como centro de innovación, capital humano, emprendimiento y redes de financiamiento. Pero ya no es invulnerable. La legitimidad de sus políticas, la sostenibilidad de su deuda y la eficacia de sus instituciones serán puestos a prueba. La consecuencia más grave no sería económica, sino simbólica: perder el liderazgo moral y funcional que históricamente lo posicionó como faro del capitalismo global.
Lo correcto, entonces, no es retirarse, sino reevaluar. No es retroceder, sino reposicionar. No es resistir el cambio, sino liderarlo. Y para ello se necesita un nuevo liderazgo empresarial: uno que entienda que la complejidad no es enemiga de la claridad; que el riesgo no invalida la acción; que el mundo no volverá a ser como antes y que, precisamente por eso, es tiempo de diseñar lo que sigue con consciencia, profundidad y responsabilidad histórica.
Comparte ahora mismo
Deja tu comentario